viernes, 22 de febrero de 2013

EL PRECURSOR DE CERVANTES (Marco Denevi)

Vivía en El Toboso una moza llamada Aldonza Lorenzo, hija de Lorenzo Corchelo, sastre, y de su mujer Francisca Nogales. Como hubiese leído numerosísimas novelas de estas de caballería, acabó perdiendo la razón. Se hacía llamar doña Dulcinea del Toboso, mandaba que en su presencia las gentes se arrodillasen, la tratasen de Su Grandeza y le besasen la mano. Se creía joven y hermosa, aunque tenía no menos de treinta años y las señales de la viruela en la cara. También inventó un galán, al que dio el nombre de don Quijote de la Mancha. Decía que don Quijote había partido hacia lejanos reinos en busca de aventuras, lances y peligros, al modo de Amadís de Gaula y Tirante el Blanco. Se pasaba todo el día asomada a la ventana de su casa, esperando la vuelta de su enamorado. Un hidalgüelo de los alrededores, que la amaba, pensó hacerse pasar por don Quijote. Vistió una vieja armadura, montó en un rocín y salió a los caminos a repetir las hazañas del imaginario caballero. Cuando, seguro del éxito de su ardid, volvió al Toboso, Aldonza Lorenzo había muerto de tercianas.

ESPIRAL (Enrique Ánderson Imbert)



Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo obscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si ésa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez.

NAVE (Saiz de Marco)



Tomó Noé una pareja de cada especie

y las fue subiendo al arca.


Y mientras subían,

iba diciéndoles:


Vamos a ir a otro sitio:

a vuestro sitio.


Allí no habréis de luchar por vivir.

No tendréis que pelear por comer.

No tendréis que matar ni ser matados.


¡Mis pobrecitos!

¡Cuánto habéis sufrido en el solar de las leyes terribles,

en la sede de las hostilidades!


Donde iremos no hay hambre ni miedo.

Donde iremos no hay vejez ni dolor.

Donde iremos no hay pérdidas ni heridas.



Y cuando la nave por fin estuvo llena,

añadió:


Os llevo a vuestro verdadero sitio.


Porque la Tierra no es vuestro lugar.

Porque esta vida no se hizo para vosotros.

Porque aquí nunca fuisteis felices.


Porque también vosotros nacisteis desterrados,

exiliados en esta región.


Y porque, en fin,

vuestro reino tampoco es de este mundo.

EL SUICIDA (Enrique Ánderson Imbert)



Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.

Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.

¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.

Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.

Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.

Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.

Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.

DULCINEA DEL TOBOSO (Marco Denevi)



Vivía en El Toboso una moza llamada Aldonza Lorenzo, hija de Lorenzo Corchuelo y de Francisca Nogales. Como hubiese leído novelas de caballería, porque era muy alfabeta, acabó perdiendo la razón. Se hacía llamar Dulcinea del Toboso, mandaba que en su presencia las gentes se arrodillasen y le besaran la mano, se creía joven y hermosa pero tenía treinta años y pozos de viruelas en la cara. Se inventó un galán a quien dio el nombre de don Quijote de la Mancha. Decía que don Quijote había partido hacia lejanos reinos en busca de lances y aventuras, al modo de Amadís de Gaula y de Tirante el Blanco, para hacer méritos antes de casarse con ella. Se pasaba todo el día asomada a la ventana aguardando el regreso de su enamorado. Un hidalgo de los alrededores, un tal Alonso Quijano, que a pesar de las viruelas estaba prendado de Aldonza, ideó hacerse pasar por don Quijote. Vistió una vieja armadura, montó en su rocín y salió a los caminos a repetir las hazañas del imaginario don Quijote. Cuando, confiando en su ardid, fue al Toboso y se presentó delante de Dulcinea, Aldonza Lorenzo había muerto.

SOLDADITO ESPAÑOL (Saiz de Marco)



-Qué armas tan raras llevas. 

-¿Raras? Para raras las tuyas. ¿Cómo se llama ésta?

-Es un cañón de mano.

-¿Y cómo funciona?

-Al prender esta mecha se provoca una explosión dentro del caño. Entonces la bola de hierro que antes he metido sale disparada.

-Así ya podrás. ¿Contra quién luchas?

–Contra los moros. Y tú, ¿a quién pretendes vencer con esa espada tan corta? Como el enemigo sepa usar la pólvora, vas listo.

-¿Usar qué?

-La pólvora. Es una mezcla de salitre, azufre y carbón. Al prenderle fuego estalla, y lo que pongas encima (una piedra, una bola…) sale disparado con mucha fuerza.

-Pues espero que los romanos no tengan de eso. Yo lucho contra ellos. Quieren ocupar este lugar y quedarse con él, mandar aquí. Y tú, ¿contra quién has dicho que batallas?

-Contra los moros. Es una guerra muy larga. Nadie sabe ya cuándo empezó. Creo que todo vino porque cruzaron desde África y tomaron nuestra tierra. Vamos, que nos invadieron. Pero de eso debe hacer muchísimo tiempo. Ahora intentamos conquistar Granada. Con ayuda de la pólvora creo que podremos, aunque no te creas: ellos también la usan. Yo hasta hace poco peleaba con una ballesta. Tensaba el muelle, apuntaba al enemigo y lanzaba la saeta. También se me daba bien disparar con arco.

-Perdonad que interrumpa vuestra charla. Yo también soy soldado. Y algunas de mis armas son éstas: el arcabuz (un tubo que dispara bolas de hierro) y la pica (una lanza larguísima para acometer al enemigo).

-¿Y contra quién luchas?

-Me mandan plantar cara a los flamencos.

-¿Los qué?

-Los que defienden Flandes. No sé bien dónde está (creo que hacia el norte de Europa) ni qué se nos ha perdido allí. Antes batallé en Nápoles y tampoco sé qué pintábamos en ese sitio. Mañana parto para Flandes con mi regimiento.

-No he podido evitar escucharos. Mirad mis armas. Esto es un fusil. Es parecido a tu arcabuz, pero más elaborado. No dispara bolas sino balas (una especie de cilindros de plomo). Además puede disparar varias balas seguidas sin tener que recargarlo cada vez. Pero tenemos pocos fusiles. Muchos soldados deben arreglarse con un trabuco, una especie de escopeta. El enemigo tiene armas mejores. Pero aun así no podrá con nosotros.

-¿Y contra quién guerreas?

-Contra los franceses. Han invadido España y raptado al rey. El emperador francés quiere que su hermano (le decimos Pepe Botella) sea el nuevo rey de España. Curiosamente algunos españoles (los llamados “afrancesados”) le apoyan, pero la mayoría no se lo vamos a consentir.

-Y tú, el del penacho, ¿dónde peleas?

-Pues no sé bien. Creo que es una guerra civil entre españoles, aunque también hay extranjeros metiendo la cuchara. Yo voy a favor de la reina Isabel. Es la hija del difunto rey Fernando. La caballería la defiende contra los partidarios de Carlos (que por eso se llaman “carlistas”). El tal Carlos es hermano del rey Fernando y dice que el nuevo rey debe ser él, y no su sobrina, porque las mujeres no pueden heredar el trono. Se ve que de ahí viene todo el lío.

-¿Y quién lleva razón?

-Pues la verdad, no sé quién tiene más derecho. Ni cuál es mejor ni peor, ni qué nos conviene. Como suele decirse, “yo soy un mandado”. Lo único que tengo claro es que, gane quien gane, no voy a sacar ningún beneficio.

-Bueno, tengo la impresión de que en eso estamos todos a la par. Exponemos el cuerpo, ofrecemos la vida sin saber para qué. Perdemos brazos, piernas..., morimos y matamos sin saber para quién. Si mañana cayerais en la batalla, ¿sabrías para qué habríais muerto? ¿Sabríais en provecho de quién habríais dado la vida? ¿Sabríais quién obtendría ganancia con vuestra muerte? ¿Sabríais si vuestro sacrificio valió la pena? Yo, desde luego, no.

-Ni yo.

-Ni yo.

-Ni yo.

-Ni yo tampoco.

jueves, 21 de febrero de 2013

CUENTO POLICIAL (Marco Denevi)



Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los días por delante de una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro. La mujer jamás le dedicó una mirada. Cierta vez el joven oyó en la tienda a dos clientes que hablaban de aquella mujer. Decían que vivía sola, que era muy rica y que guardaba grandes sumas de dinero en su casa, aparte de las joyas y de la platería. Una noche el joven, armado de ganzúa y de una linterna sorda, se introdujo sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer despertó, empezó a gritar y el joven se vio en la penosa necesidad de matarla. Huyó sin haber podido robar ni un alfiler, pero con el consuelo de que la policía no descubriría al autor del crimen. A la mañana siguiente, al entrar en la tienda, la policía lo detuvo. Azorado por la increíble sagacidad policial, confesó todo. Después se enteraría de que la mujer llevaba un diario íntimo en el que había escrito que el joven vendedor de la tienda de la esquina, buen mozo y de ojos verdes, era su amante y que esa noche la visitaría.

EL LEVE PEDRO (Enrique Ánderson Imbert)



Durante dos meses se asomó a la muerte. El médico refunfuñaba que la enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarse y que él no sabía qué hacer... Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse después de varias semanas de convalecencia se sintió sin peso.

-Oye -dijo a su mujer- me siento bien pero ¡no sé!, el cuerpo me parece... ausente. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda

-Languideces -le respondió su mujer.

-Tal vez.

Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aun se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón.

Según pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez portentosa. Era la ingravidez de la chispa, de la burbuja y del globo. Le costaba muy poco saltar limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un brinco la manzana alta.

-Te has mejorado tanto -observaba su mujer- que pareces un chiquillo acróbata.

Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo ocurría como Dios manda. Era extraordinario que, sin proponérselo, convirtiera la marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre la quinta. Era extraordinario pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana.

Muy temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó un tronco, tomó el hacha y asestó el primer golpe. Entonces, rechazado por el impulso de su propio hachazo, Pedro levantó vuelo.

Prendido todavía del hacha, quedó un instante en suspensión levitando allá, a la altura de los techos; y luego bajó lentamente, bajó como un tenue vilano de cardo.

Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte, temblaba agarrado a un rollizo tronco.

-¡Hebe! ¡Casi me caigo al cielo!

-Tonterías. No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado?

Pedro explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le convino:

-Te sucede por hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos pensado te desnucarás en una de tus piruetas.

-¡No, no! -insistió Pedro-. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe.

Pedro soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer. Así abrazados volvieron a la casa.

-¡Hombre! -le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir-. ¡Hombre, déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras echarte a volar.

-¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y ya comienza la ascensión.

Esa tarde, Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del periódico, se rió convulsivamente, y con la propulsión de ese motor alegre fue elevándose como un ludión, como un buzo que se quita las suelas. La risa se trocó en terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a agarrarle los pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó los bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos pesos por el momento dieron a su cuerpo la solidez necesaria para tranquear por la galería y empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante sobre las sábanas, se entrelazó con los barrotes de la cama y le advirtió:

-¡Cuidado, Hebe! Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el techo.

-Mañana mismo llamaremos al médico.

-Si consigo estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me hago aeronauta.

Con mil precauciones pudo acostarse y se sintió seguro.

-¿Tienes ganas de subir?

-No. Estoy bien.

Se dieron las buenas noches y Hebe apagó la luz.

Al otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un bendito, con la cara pegada al techo.

Parecía un globo escapado de las manos de un niño.

-¡Pedro, Pedro! -gritó aterrorizada.

Al fin Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo raso. ¡Qué espanto! Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de subir para abajo. Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe.

-Tendrás que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al doctor y vea qué pasa.

Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar con todo el ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un lento dirigible.

Aterrizaba.

En eso se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad de Pedro y, como a una pluma, la sopló por la ventana abierta. Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó un grito y la cuerda se le desvaneció, subía por el aire inocente de la mañana, subía en suave contoneo como un globo de color fugitivo en un día de fiesta, perdido para siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y luego nada.

COSAS DE MI CARÁCTER (Saiz de Marco)


-Es usted un imbécil, Jiménez, siempre ha sido un perfecto imbécil. Primero tuve que enseñarle el oficio (porque cuando llegó aquí no sabía hacer la o con un canuto). Luego le fui delegando tareas, poco a poco para que no metiera demasiado la pata. Después le hice jefe de ventas. Le aguanté los fallos. (Bueno, es verdad que alguna vez le llamé “inútil” delante del cliente; pero oiga, tampoco es para tanto en medio del cabreo. Además, es un pronto, un mal pronto que tengo; cosas de mi carácter. ¿No querría que después me disculpara: “perdone, damisela, si la he ofendido”? Yo nunca fui dado a mariconadas.) Le he pagado más de lo que marca el convenio, a usted, que cuando vino a la fábrica era un muerto de hambre, con una mano delante y otra detrás, que no tenía donde caerse muerto y daba pena ver los zapatos que llevaba. Le puse comisiones para que ganara más, coche de la empresa, dietas de viaje… Y ahora me sale con que se va. Vamos, que se larga. Baja voluntaria. ¿No te jode? Así, por las buenas, desagradecido de mierda; necio, más que necio, que sigue igual de bruto que cuando le conocí. Pues que sepa que allí donde va le van a pagar menos, tanto en fijo como en variable. Ya verá lo que tarda en arrepentirse, tonto de los cojones.

-Sólo voy a decirle a usted tres cosas. La primera: que, salvo los insultos, lo que ha dicho es verdad. La segunda: que también es verdad que en el nuevo trabajo me pagarán menos. Y la tercera: que pienso que allí SÍ van a respetarme.

miércoles, 20 de febrero de 2013

CUENTO DE HORROR (Marco Denevi)



La señora Smithson, de Londres (estas historias siempre ocurren entre ingleses) resolvió matar a su marido, no por nada sino porque estaba harta de él después de cincuenta años de matrimonio. Se lo dijo:

-Thaddeus, voy a matarte.

-Bromeas, Euphemia -se rió el infeliz.

-¿Cuándo he bromeado yo?

-Nunca, es verdad.

-¿Por qué habría de bromear ahora y justamente en un asunto tan serio?

-¿Y cómo me matarás? -siguió riendo Thaddeus Smithson.

-Todavía no lo sé. Quizá poniéndote todos los días una pequeña dosis de arsénico en la comida. Quizás aflojando una pieza en el motor del automóvil. O te haré rodar por la escalera, aprovecharé cuando estés dormido para aplastarte el cráneo con un candelabro de plata, conectaré a la bañera un cable de electricidad. Ya veremos.

El señor Smithson comprendió que su mujer no bromeaba. Perdió el sueño y el apetito. Enfermó del corazón, del sisema nervioso y de la cabeza. Seis meses después falleció. Euphemia Smithson, que era una mujer piadosa, le agradeció a Dios haberla librado de ser una asesina.

EL GANADOR (Enrique Ánderson Imbert)

Bandidos asaltan la ciudad de Mexcatle y ya dueños del botín de guerra emprenden la retirada. El plan es refugiarse al otro lado de la frontera, pero mientras tanto pasan la noche en una casa en ruinas, abandonada en el camino. A la luz de las velas juegan a los naipes. Cada uno apuesta las prendas que ha saqueado. Partida tras partida, el azar favorece al Bizco, quien va apilando las ganancias debajo de la mesa: monedas, relojes, alhajas, candelabros... Temprano por la mañana el Bizco mete lo ganado en una bolsa, la carga sobre los hombros y agobiado bajo ese peso sigue a sus compañeros, que marchan cantando hacia la frontera. La atraviesan, llegan sanos y salvos a la encrucijada donde han resuelto separarse y allí matan al Bizco. Lo habían dejado ganar para que les transportase el pesado botín.

EL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR (Saiz de Marco)


No por ello resucitaron los fusilados de Goya (aquel cuadro del 3 de mayo) ni los caídos en los frentes de Austria, Polonia o Rusia. Eso tiene que admitirlo. Pero (dentro o fuera de su cabeza) se instaló un rumor de aclamaciones cuando sacó el spray y sobre la pomposa tumba del emperador Bonaparte rotuló “Sinvergüenza”. Seguidamente la gendarmerie se abalanzó sobre él, varios visitantes le señalaron con el dedo y un niño pequeño (hijo de algún turista) batió palmas con sus manitas, uniéndose al coro de reconfortados.

martes, 19 de febrero de 2013

CRUELDAD DE CERVANTES (Marco Denevi)


En el primer párrafo del Quijote dice Cervantes que el hidalgo vivía con un ama, una sobrina y un mozo de campo y plaza. A lo largo de toda la novela este mozo espera que Cervantes vuelva a hablar de él. Pero al cabo de dos partes, ciento veintiséis capítulos y más de mil páginas la novela concluye y del mozo de campo y plaza Cervantes no agrega una palabra más.

LA FAMA (Enrique Ánderson Imbert)

El poeta la vio pasar, aprisa; y aprisa corrió tras ella y se quejó:

-¿Y nada para mí? A tantos poetas que valen menos ya los has distinguido: ¿y a mi cuándo?

La Fama, sin detenerse, miró al poeta por encima del hombro y contestó sonriéndole mientras apresuraba la carrera:

-Exactamente dentro de dos años, a las cinco de la tarde, en la Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras, un joven periodista abrirá el primer libro que publicaste y empezará a tomar notas para un estudio consagratorio. Te prometo que allí estaré.

-¡Ah, te lo agradezco mucho!

-Agradécemelo ahora, porque dentro de dos años ya no tendrás voz.

ARMAS BLANCAS (Saiz de Marco)


Va de caseta en caseta pidiendo libros. “Libros que puedan ustedes donarme”, dice. “Es para un arma de instrucción masiva”.

Es la feria del libro y los que estamos a su alrededor lo miramos con curiosidad. Camina balanceándose, casi bailando, como si al eje de su cuerpo se le hubiera aflojado una pieza.

“Estoy fabricando un arma de instrucción masiva”, le oigo decir. “Conseguí un viejo carro de combate y voy a llenarlo de libros”.

Al cabo de un rato veo un extraño vehículo estacionado junto a la feria. Es una especie de jeep grande de color verde olivo: parecido a un camión pero con la cabina formada sólo por varillas. El parabrisas es un pequeño rectángulo de vidrio sostenido también por dos varillas. Y eso es todo el chasis.

Sobre las ruedas hay una plataforma y encima varias hileras de libros (con el lomo hacia fuera), una sobre otra. Y en vez de faros, lleva siluetas de libros.

Al ver el camión me doy cuenta de que eso es el arma de instrucción masiva.

El hombre se acerca para dejar más libros. Ha conseguido que le donen varios títulos. Algunas personas compran ejemplares y se los regalan. Él los va colocando en la trasera del camión. No falta quien se hace fotos a su lado.

Yo mismo contribuyo con una edición barata de Demian, de Hermann Hesse. Un proyectil muy peligroso.

No sé dónde pensará usar su carro de combate, pero se me ocurren varios objetivos estratégicos: la casa de Gran hermano, alguna tertulia de cotilleo, una cancha de boxeo, la plaza de toros...

El camión, ya bastante repleto, se marcha. Justo en ese momento empieza a llover. Entonces me asalta un temor: que la carga se estropee, que su pólvora de papel se le moje.

lunes, 18 de febrero de 2013

CATEQUESIS (Marco Denevi)


El hombre -enseñó el Maestro- es un ser débil.

-Ser débil -propagó el apóstol- es ser un cómplice.

-Ser cómplice -sentenció el Gran Inquisidor- es ser un criminal.

EL FANTASMA (Enrique Ánderson Imbert)

Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo, como si no fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y la arrastraba en la caída. Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, en medio de la habitación.

¿Con que eso era la muerte?

¡Qué desengaño! Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y resultaba que no había ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la misma distancia entre mueble y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el techo... Y sobre todo ¡qué inmutables, qué indiferentes a su muerte los objetos que él siempre había creído amigos!: la lámpara encendida, el sombrero en la percha... Todo, todo estaba igual. Sólo la silla volteada y su propio cadáver, cara al cielo raso.

Se inclinó y se miró en su cadáver como antes solía mirarse en el espejo. ¡Qué avejentado! ¡Y esas envolturas de carne gastada! "Si yo pudiera alzarle los párpados quizá la luz azul de mis ojos ennobleciera otra vez el cuerpo", pensó.

Porque así, sin la mirada, esos mofletes y arrugas, las curvas velludas de la nariz y los dos dientes amarillos, mordiéndose el labio exangüe estaban revelándole su aborrecida condición de mamífero.

-Ahora que sé que del otro lado no hay ángeles ni abismos me vuelvo a mi humilde morada.

Y con buen humor se aproximó a su cadáver -jaula vacía- y fue a entrar para animarlo otra vez.

¡Tan fácil que hubiera sido! Pero no pudo. No pudo porque en ese mismo instante se abrió la puerta y se entrometió su mujer, alarmada por el ruido de silla y cuerpo caídos.

-¡No entres! -gritó él, pero sin voz.

Era tarde. La mujer se arrojó sobre su marido y al sentirlo exánime lloró y lloró.

-¡Cállate! ¡Lo has echado todo a perder! -gritaba él, pero sin voz.

¡Qué mala suerte! ¿Por qué no se le habría ocurrido encerrarse con llave durante la experiencia. Ahora, con testigo, ya no podía resucitar; estaba muerto, definitivamente muerto. ¡Qué mala suerte!

Acechó a su mujer, casi desvanecida sobre su cadáver; y su propio cadáver, con la nariz como una proa entre las ondas de pelo de su mujer. Sus tres niñas irrumpieron a la carrera como si se disputaran un dulce, frenaron de golpe, poco a poco se acercaron y al rato todas lloraban, unas sobre otras. También él lloraba viéndose allí en el suelo, porque comprendió que estar muerto es como estar vivo, pero solo, muy solo.

Salió de la habitación, triste.

¿Adónde iría?

Ya no tuvo esperanzas de una vida sobrenatural. No, no había ningún misterio.

Y empezó a descender, escalón por escalón, con gran pesadumbre.

Se paró en el rellano. Acababa de advertir que, muerto y todo, había seguido creyendo que se movía como si tuviera piernas y brazos. ¡Eligió como perspectiva la altura donde antes llevaba sus ojos físicos! Puro hábito. Quiso probar entonces las nuevas ventajas y se echó a volar por las curvas del aire. Lo único que no pudo hacer fue traspasar los cuerpos sólidos, tan opacos, las insobornables como siempre. Chocaba contra ellos. No es que le doliera; simplemente no podía atravesarlos. Puertas, ventanas, pasadizos, todos los canales que abre el hombre a su actividad, seguían imponiendo direcciones a sus revoloteos. Pudo colarse por el ojo de una cerradura, pero a duras penas. Él, muerto, no era una especie de virus filtrable para el que siempre hay pasos; sólo podía penetrar por las hendijas que los hombres descubren a simple vista. ¿Tendría ahora el tamaño de una pupila de ojo? Sin embargo, se sentía como cuando vivo, invisible, sí, pero no incorpóreo. No quiso volar más, y bajó a retomar sobre el suelo su estatura de hombre. Conservaba la memoria de su cuerpo ausente, de las posturas que antes había adoptado en cada caso, de las distancias precisas donde estarían su piel, su pelo, sus miembros. Evocaba así a su alrededor su propia figura; y se insertó donde antes había tenido las pupilas.

Esa noche veló al lado de su cadáver, junto a su mujer. Se acercó también a sus amigos y oyó sus conversaciones. Lo vio todo. Hasta el último instante, cuando los terrones del camposanto sonaron lúgubres sobre el cajón y lo cubrieron.

Él había sido toda su vida un hombre doméstico. De su oficina a su casa, de casa a su oficina. Y nada, fuera de su mujer y sus hijas. No tuvo, pues, tentaciones de viajar al estómago de la ballena o de recorrer el gran hormiguero. Prefirió hacer como que se sentaba en el viejo sillón y gozar de la paz de los suyos.

Pronto se resignó a no poder comunicarles ningún signo de su presencia. Le bastaba con que su mujer alzara los ojos y mirase su retrato en lo alto de la pared.

A veces se lamentó de no encontrarse en sus paseos con otro muerto siquiera para cambiar impresiones. Pero no se aburría. Acompañaba a su mujer a todas partes e iba al cine con las niñas. En el invierno su mujer cayó enferma, y él deseó que se muriera. Tenía la esperanza de que, al morir, el alma de ella vendría a hacerle compañía. Y se murió su mujer, pero su alma fue tan invisible para él como para las huérfanas.

Quedó otra vez solo, más solo aún, puesto que ya no pudo ver a su mujer. Se consoló con el presentimiento de que el alma de ella estaba a su lado, contemplando también a las hijas comunes. ¿Se daría cuenta su mujer de que él estaba allí? Sí... ¡claro!... qué duda había. ¡Era tan natural!

Hasta que un día tuvo, por primera vez desde que estaba muerto, esa sensación de más allá, de misterio, que tantas veces lo había sobrecogido cuando vivo; ¿y si toda la casa estuviera poblada de sombras de lejanos parientes, de amigos olvidados, de fisgones, que divertían su eternidad espiando las huérfanas?

Se estremeció de disgusto, como si hubiera metido la mano en una cueva de gusanos. ¡Almas, almas, centenares de almas extrañas deslizándose unas encimas de otras, ciegas entre sí pero con sus maliciosos ojos abiertos al aire que respiraban sus hijas!

Nunca pudo recobrarse de esa sospecha, aunque con el tiempo consiguió despreocuparse: ¡qué iba a hacer! Su cuñada había recogido a las huérfanas. Allí se sintió otra vez en su hogar. Y pasaron los años. Y vio morir, solteras, una tras otra, a sus tres hijas. Se apagó así, para siempre, ese fuego de la carne que en otras familias más abundantes va extendiéndose como un incendio en el campo.

Pero él sabía que en lo invisible de la muerte su familia seguía triunfando, que todos, por el gusto de adivinarse juntos, habitaban la misma casa, prendidos a su cuñada como náufragos al último leño.

También murió su cuñada.

Se acercó al ataúd donde la velaban, miró su rostro, que todavía se ofrecía como un espejo al misterio, y sollozó, solo, solo ¡qué solo! Ya no había nadie en el mundo de los vivos que los atrajera a todos con la fuerza del cariño. Ya no había posibilidades de citarse en un punto del universo. Ya no había esperanzas. Allí, entre los cirios en llama, debían de estar las almas de su mujer y de sus hijas. Les dijo "¡Adiós!" sabiendo que no podían oírlo, salió al patio y voló noche arriba.

ESTRATEGIAS (Saiz de Marco)


-Soy yo, cariño. Te llamo entre clase y clase para recordarte que me prepares la maleta. Ya sabes, para mi viaje de mañana.

-No te preocupes, ya he empezado a hacerla.

-Acuérdate de meter el traje a rayas, bien doblado. Y la corbata a juego, la de los pececitos. Ah, y los gemelos dorados. ¿Qué son esos ruidos?

-El pequeño, que se ha despertado. Voy a sacarlo de la cuna. Espera, que cojo el inalámbrico. Ah, es que se le había caído el chupete.

-Pues como te decía, que pongas también los gemelos. Y ya sabes: camisas y ropa interior para tres días. Bueno, te dejo, que tengo que dar otra clase. Hoy volveré tarde: debo terminar la última revisión de la ponencia.

-Entonces ¿no podrás ir a la reunión del cole?

-¿Qué reunión?

-Te lo dije ayer: con el profesor de apoyo, por el problema de Dani con las matemáticas.

-Pues se me había borrado. Pero no, no podré ir. ¿Por qué no llamas a tu madre para que se quede con los niños, y vas tú a la reunión?

-Bueno, lo intentaré. ¿Y de verdad no podrías ir tú?

-Pero, cariño, ya te lo he explicado: tengo que revisar la ponencia. Es un congreso muy importante, sobre “Estrategias Anti-discriminación”.

viernes, 15 de febrero de 2013

CUERNO Y MARFIL (Enrique Ánderson Imbert)



Penélope le dice a Odiseo:

-Hay dos puertas para los sueños: una, construida de cuerno; otra, de marfil. Los que vienen por la de marfil nos engañan; los que vienen por la de cuerno nos anuncian verdades.

En Homero (Odisea, XIX) esas puertas eran alegóricas: no existían sino como imágenes de ideas. Ahora sabemos que existieron de verdad. El periódico de hoy trae la noticia de que el arqueólogo Michael Ventris, en las excavaciones de Knossos, acaba de encontrar dos enormes puertas labradas, una sobre un solo cuerno y la otra sobre un solo colmillo. Interrogado por un periodista, Ventris ha dicho que su impresión, más que de asombro, es de horror, al pensar, en vista de ese cuerno, de ese colmillo, en el tamaño que debieron de haber tenido los rinocerontes y elefantes pre-homéricos.

ARTE Y VIDA (Enrique Ánderson Imbert)



Jack Turpin (Inglaterra, 1750-1785) fue el actor más afamado y difamado en el reino de Jorge III. Afamado por su elegancia de galán en las comedias de Sheridan que se ponían en el Teatro Drury Lane y difamado en la sociedad de Londres por las explosiones de su carácter irascible. Una noche, en una taberna, el crítico Stewart se atrevió a burlarse de esa doble personalidad de caballero en la ficción y energúmeno en la realidad. Discutieron. Una palabra dura provocaba otra aún más dura y al final Turpin, fuera de sí y contradiciéndose, le gritó a Stewart:

-¡Le voy a probar que soy capaz de comportarme en la vida con el decoro del arte!

A Stewart no se lo pudo probar porque, en uno de sus irreprimibles arrebatos, lo mató allí mismo de un pistoletazo, pero lo probó ante el mundo en su primera oportunidad. Un testigo describe la escena así:

El actor Turpin, desde lo alto del tablado, echa una mirada al público. Piensa: "Hoy, en esta tragedia a la manera de Richard Cumberland, desempeñaré con toda mi alma el papel de condenado a muerte". Y, en efecto, resulta ser la mejor representación en su brillante carrera teatral. Avanza con las manos entrelazadas por la espalda, el cuerpo erguido, la cabeza orgullosa, hasta que se abre a sus pies un escotillón y Turpin, en el patio de la prisión de Newgate, queda colgado de la horca.

QUÉ SABE NADIE (Saiz de Marco)


Se ve a sí mismo en el periódico, en la foto que ilustra el reportaje que se publica sobre él. Lo que viene al lado es una parte de su vida:

En los veinte años que lleva en África ha fundado más de cien escuelas. En la primera que creó, él era el único maestro. Después de alfabetizar a unas cuantas decenas de jóvenes, consiguió que una parte de ellos se dedicara a enseñar, a su vez, a otros muchachos.

También ha fundado un centenar de cooperativas agrícolas, cuyo primer objetivo fue hacer canalizaciones para el abastecimiento de agua. Una parte del beneficio se ha destinado a microcréditos para poner en marcha otras cooperativas. La alfabetización de los campesinos ha favorecido el uso de sistemas de cultivo más eficaces, así como la creación de bancos de semillas.

Igualmente gracias a su empuje se han construido orfanatos y hospitales...
”.

Termina de leer y comprueba que es un resumen incompleto. Porque omite la parte esencial: el día que, veinte años atrás, conducía su coche y otro vehículo le adelantó en raya continua. Le dio rabia y por eso aceleró, no permitió que el otro coche volviera al carril derecho y en la siguiente curva chocó con un camión.

Murieron tres personas: dos adultos y un niño, los ocupantes del coche que le había adelantado. El conductor del camión resultó herido.

Si él hubiera facilitado el adelantamiento, aquel accidente no habría ocurrido. El coche habría vuelto al carril derecho y no habría chocado con el camión que venía en sentido contrario.

El reportaje omite el hecho crucial de su vida: lo que le movió a dejarlo todo, a venir a África, a sacar fuerzas de flaqueza y a poner en marcha esos proyectos. Omite un dato clave. Un hecho que sólo él conoce. Un acto irreflexivo -pero horriblemente dañino- que duró dos segundos y le cambió por dentro.

jueves, 14 de febrero de 2013

LA MONTAÑA (Enrique Ánderson Imbert)



El niño empezó a treparse por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en la butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie.

-¡Papá, papá! -llamó a punto de llorar.

Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería caminar y no podía.

-¡Papá, papá!

El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña.

EL PEQUEÑO ESCRIBIENTE FLORENTINO (Edmundo de Amicis)

Tenía doce años y cursaba la cuarta elemental. Era un simpático niño florentino de cabellos rubios y tez blanca, hijo mayor de cierto empleado de ferrocarriles quien, teniendo una familia numerosa y un escaso sueldo, vivía con suma estrechez. Su padre lo quería mucho, y era bueno e indulgente con él; indulgente en todo menos en lo que se refería a la escuela: en esto era muy exigente y se revestía de bastante severidad, porque el hijo debía estar pronto dispuesto a obtener otro empleo para ayudar a sostener a la familia; y para ello necesitaba trabajar mucho en poco tiempo.

Así, aunque el muchacho era aplicado, el padre lo exhortaba siempre a estudiar. Era éste ya de avanzada edad y el exceso de trabajo lo había también envejecido prematuramente. En efecto, para proveer a las necesidades de la familia, además del mucho trabajo que tenía en su empleo, se buscaba a la vez, aquí y allá, trabajos extraordinarios de copista. Pasaba, entonces, sin descansar, ante su mesa, buena parte de la noche. Últimamente, cierta casa editorial que publicaba libros y periódicos le había hecho el encargo de escribir en las fajas el nombre y la dirección de los suscriptores. Ganaba tres florines por cada quinientas de aquellas tirillas de papel, escritas en caracteres grandes y regulares. Pero esta tarea lo cansaba, y se lamentaba de ello a menudo con la familia a la hora de comer.

-Estoy perdiendo la vista -decía-; esta ocupación de noche acaba conmigo.

El hijo le dijo un día:

-Papá, déjame trabajar en tu lugar; tú sabes que escribo regular, tanto como tú.

Pero el padre le respondió:

-No, hijo, no; tú debes estudiar; tu escuela es mucho más importante que mis fajas: tendría remordimiento si te privara del estudio una hora; lo agradezco; pero no quiero, y no me hables más de ello.

El hijo sabía que con su padre era inútil insistir en aquellas materias, y no insistió. Pero he aquí lo que hizo. Sabía que a las doce en punto dejaba su padre de escribir y salía del despacho para dirigirse a la alcoba. Alguna vez lo había oído: en cuanto el reloj daba las doce, sentía inmediatamente el rumor de la silla que se movía y el lento paso de su padre. Una noche esperó a que estuviese ya en cama; se vistió sin hacer ruido, anduvo a tientas por el cuarto, encendió el quinqué de petróleo, y se sentó en la mesa de despacho, donde había un montón de fajas blancas y la indicación de las direcciones de los suscriptores.

Empezó a escribir, imitando todo lo que pudo la letra de su padre. Y escribía contento, con gusto, aunque con miedo; las fajas escritas aumentaban, y de vez en cuando dejaba la pluma para frotarse las manos; después continuaba con más alegría, atento el oído y sonriente. Escribió ciento sesenta: ¡cerca de un florín! Entonces se detuvo: dejó la pluma donde estaba, apagó la luz y se volvió a la cama de puntillas.

Aquel día, a las doce, el padre se sentó a la mesa de buen humor. No había advertido nada. Hacía aquel trabajo mecánicamente, contando las horas y pensando en otra cosa. No sacaba la cuenta de las fajas escritas hasta el día siguiente. Sentado a la mesa con buen humor, y poniendo la mano en el hombro del hijo:

-¡Eh, Julio -le dijo-, mira qué buen trabajador es tu padre! En dos horas he trabajado anoche un tercio más de lo que acostumbro. La mano aún está ágil, y los ojos cumplen todavía con su deber.

Julio, contento, mudo, decía para sí: "¡Pobre padre! Además de la ganancia, le he proporcionado también esta satisfacción: la de creerse rejuvenecido. ¡Ánimo, pues!"

Alentado con el éxito, la noche siguiente, en cuanto dieron las doce, se levantó otra vez y se puso a trabajar. Y lo mismo siguió haciendo varias noches. Su padre seguía también sin advertir nada. Sólo una vez, cenando, observó de pronto:

-¡Es raro: cuánto petróleo se gasta en esta casa de algún tiempo a esta parte!

Julio se estremeció; pero la conversación no pasó de allí, y el trabajo nocturno siguió adelante.

Lo que ocurrió fue que, interrumpiendo así su sueño todas las noches, Julio no descansaba bastante; por la mañana se levantaba rendido aún, y por la noche al estudiar, le costaba trabajo tener los ojos abiertos. Una noche, por primera vez en su vida, se quedó dormido sobre los apuntes.

-¡Vamos, vamos! -le gritó su padre dando una palmada-. ¡Al trabajo!

Se asustó y volvió a ponerse a estudiar. Pero la noche y los días siguientes continuaba igual, y aún peor: daba cabezadas sobre los libros, se despertaba más tarde de lo acostumbrado; estudiaba las lecciones con desgano, y parecía que le disgustaba el estudio. Su padre empezó a observarlo, después se preocupó de ello y, al fin, tuvo que reprenderlo. Nunca lo había tenido que hacer por esta causa.

-Julio -le dijo una mañana-; tú te descuidas mucho; ya no eres el de otras veces. No quiero esto. Todas las esperanzas de la familia se cifraban en ti. Estoy muy descontento. ¿Comprendes?

A este único regaño, el verdaderamente severo que había recibido, el muchacho se turbó.

-Sí, cierto -murmuró entre dientes-; así no se puede continuar; es menester que el engaño concluya.

Pero por la noche de aquel mismo día, durante la comida, su padre exclamó con alegría:

-¡Este mes he ganado en las fajas treinta y dos florines más que el mes pasado!

Y diciendo esto, sacó a la mesa un puñado de dulces que había comprado, para celebrar con sus hijos la ganancia extraordinaria que todos acogieron con júbilo.

Entonces Julio cobró ánimo y pensó para sí:

"¡No, pobre padre; no cesaré de engañarte; haré mayores esfuerzos para estudiar mucho de día; pero continuaré trabajando de noche para ti y para todos los demás!"

Y añadió el padre:

-¡Treinta y dos florines!... Estoy contento... Pero hay otra cosa -y señaló a Julio- que me disgusta.

Y Julio recibió la reconvención en silencio, conteniendo dos lágrimas que querían salir, pero sintiendo al mismo tiempo en el corazón cierta dulzura. Y siguió trabajando con ahínco; pero acumulándose un trabajo a otro, le era cada vez más difícil resistir. La situación se prolongó así por dos meses. El padre continuaba reprendiendo al muchacho y mirándolo cada vez más enojado. Un día fue a preguntar por él al maestro, y éste le dijo:

-Sí, cumple, porque tiene buena inteligencia; pero no está tan aplicado como antes. Se duerme, bosteza, está distraído; hace sus apuntes cortos, de prisa, con mala letra. Él podría hacer más, pero mucho más.

Aquella noche el padre llamó al hijo aparte y le hizo reconvenciones más severas que las que hasta entonces le había hecho.

-Julio, tú ves que yo trabajo, que yo gasto mucho mi vida por la familia. Tú no me secundas, tú no tienes lástima de mí, ni de tus hermanos, ni aún de tu madre.

-¡Ah, no, no diga usted eso, padre mío! -gritó el hijo ahogado en llanto, y abrió la boca para confesarlo todo.

Pero su padre lo interrumpió diciendo:

-Tú conoces las condiciones de la familia: sabes que hay necesidad de hacer mucho, de sacrificarnos todos. Yo mismo debía doblar mi trabajo. Yo contaba estos meses últimos con una gratificación de cien florines en el ferrocarril, y he sabido esta mañana que ya no la tendré.

Ante esta noticia, Julio retuvo en seguida la confesión que estaba por escaparse de sus labios, y se dijo resueltamente: "No, padre mío, no te diré nada; guardaré el secreto para poder trabajar por ti; del dolor que te causo te compenso de este modo: en la escuela estudiaré siempre lo bastante para salir del paso: lo que importa es ayudar para ganar la vida y aligerarte de la ocupación que te mata".

Siguió adelante, transcurrieron otros dos meses de tarea nocturna y de pereza de día, de esfuerzos desesperados del hijo y de amargas reflexiones del padre. Pero lo peor era que éste se iba enfriando poco a poco con el niño, y no le hablaba sino raras veces, como si fuera un hijo desnaturalizado, del que nada hubiese que esperar, y casi huía de encontrar su mirada. Julio lo advertía, sufría en silencio, y cuando su padre volvía la espalda, le mandaba un beso furtivamente, volviendo la cara con sentimiento de ternura compasiva y triste; mientras tanto el dolor y la fatiga lo demacraban y le hacían perder el color, obligándolo a descuidarse cada vez más en sus estudios.

Comprendía perfectamente que todo concluiría en un momento, la noche que dijera: "Hoy no me levanto"; pero al dar las doce, en el instante en que debía confirmar enérgicamente su propósito, sentía remordimiento; le parecía que, quedándose en la cama, faltaba a su deber, que robaba un florín a su padre y a su familia; y se levantaba pensando que cualquier noche que su padre se despertara y lo sorprendiera, o que por casualidad se enterara contando las fajas dos veces, entonces terminaría naturalmente todo, sin un acto de su voluntad, para lo cual no se sentía con ánimos. Y así continuó la misma situación.

Pero una tarde, durante la comida, el padre pronunció una palabra que fue decisiva para él. Su madre lo miró, y pareciéndole que estaba más echado a perder y más pálido que de costumbre, le dijo:

-Julio, tú estás enfermo. -Y después, volviéndose con ansiedad al padre-: Julio está enfermo, ¡mira qué pálido está!... ¡Julio mío! ¿Qué tienes?

El padre lo miró de reojo y dijo:

-La mala conciencia hace que tenga mala salud. No estaba así cuando era estudiante aplicado e hijo cariñoso.

-¡Pero está enfermo! -exclamó la mamá.

-¡Ya no me importa! -respondió el padre.

Aquella palabra le hizo el efecto de una puñalada en el corazón al pobre muchacho. ¡Ah! Ya no le importaba su salud a su padre, que en otro tiempo temblaba de oírlo toser solamente. Ya no lo quería, pues; había muerto en el corazón de su padre.

"¡Ah, no, padre mío! -dijo entre sí con el corazón angustiado-; ahora acabo esto de veras; no puedo vivir sin tu cariño, lo quiero todo; todo te lo diré, no te engañaré más y estudiaré como antes, suceda lo que suceda, para que tú vuelvas a quererme, padre mío. ¡Oh, estoy decidido en mi resolución!"

Aquella noche se levantó todavía, más bien por fuerza de la costumbre que por otra causa; y cuando se levantó quiso volver a ver por algunos minutos, en el silencio de la noche, por última vez, aquel cuarto donde había trabajado tanto secretamente, con el corazón lleno de satisfacción y de ternura.

Sin embargo, cuando se volvió a encontrar en la mesa, con la luz encendida, y vio aquellas fajas blancas sobre las cuales no iba ya a escribir más, aquellos nombres de ciudades y de personas que se sabía de memoria, le entró una gran tristeza e involuntariamente cogió la pluma para reanudar el trabajo acostumbrado. Pero al extender la mano, tocó un libro y éste se cayó. Se quedó helado.

Si su padre se despertaba... Cierto que no lo habría sorprendido cometiendo ninguna mala acción y que él mismo había decidido contárselo todo; sin embargo... el oír acercarse aquellos pasos en la oscuridad, el ser sorprendido a aquella hora, con aquel silencio; el que su madre se hubiese despertado y asustado; el pensar que por lo pronto su padre hubiera experimentado una humillación en su presencia descubriéndolo todo..., todo esto casi lo aterraba.

Aguzó el oído, suspendiendo la respiración... No oyó nada. Escuchó por la cerradura de la puerta que tenía detrás: nada. Toda la casa dormía. Su padre no había oído. Se tranquilizó y volvió a escribir.

Las fajas se amontonaban unas sobre otras. Oyó el paso cadencioso de la guardia municipal en la desierta calle; luego ruido de carruajes que cesó al cabo de un rato; después, pasado algún tiempo, el rumor de una fila de carros que pasaron lentamente; más tarde silencio profundo, interrumpido de vez en cuando por el ladrido de algún perro. Y siguió escribiendo.

Entretanto su padre estaba detrás de él: se había levantado cuando se cayó el libro, y esperó buen rato; el ruido de los carros había cubierto el rumor de sus pasos y el ligero chirrido de las hojas de la puerta; y estaba allí, con su blanca cabeza sobre la negra cabecita de Julio. Había visto correr la pluma sobre las fajas y, en un momento, lo había recordado y comprendido todo. Un arrepentimiento desesperado, una ternura inmensa invadió su alma. De pronto, en un impulso, le tomó la cara entre las manos y Julio lanzó un grito de espanto. Después, al ver a su padre, se echó a llorar y le pidió perdón.

-Hijo querido, tú debes perdonarme -replicó el padre-. Ahora lo comprendo todo. Ven a ver a tu madre.

Y lo llevó casi a la fuerza junto al lecho y allí mismo pidió a su mujer que besara al niño. Después lo tomó en sus brazos y lo llevó hasta la cama, quedándose junto a él hasta que se durmió. Después de tantos meses, Julio tuvo un sueño tranquilo. Cuando el sol entró por la ventana y el niño despertó, vio apoyada en el borde de la cama la cabeza gris de su padre, quien había dormido allí toda la noche, junto a su hijo querido.

EL AMOR ESTÁ EN EL AIRE (Saiz de Marco)


Han subido al avión en Shanghai. Sobrevuelan ahora la Gran Muralla, el mayor edificio de guerra, levantado hace más de 2000 años. Pasan luego por encima de las estepas rusas, aquéllas que cada invasión tiñó de sangre. Dejan atrás los Balcanes, Sarajevo, Auschwitz, Berlín, otros lugares de resonar bélico. Atraviesan fronteras de medio planeta, invisibles rayas que separan y enfrentan. Y tras recorrer ese arco de ignominia (pero también de esperanza) descienden del avión en que han viajado con su hija adoptada, con la niña china a la que han decidido dar su amor.

miércoles, 13 de febrero de 2013

LO MEJOR ES LA ÚNICA MANERA (António Lobo Antunes)



Pensándolo bien, no soy un escritor, porque lo que hago no es escribir, es oír más intensamente. Me siento y espero hasta que las voces comiencen. Andan a mi alrededor, más fuertes, más tenues, más distantes, más próximas, hablando sin sonido y no obstante diciendo, diciendo.

El problema es elegir cuál de ellas es la verdadera, porque todas las demás mienten. A veces lleva semanas, lleva meses entenderla. Casi nunca se trata de la más nítida. Casi nunca, no: nunca se trata de la más nítida, ni de la más seductora, ni de la más inteligente. En general se apaga, recomienza, vuelve a apagarse, se distrae de mí y yo de ella, intento encontrarla entre las restantes, no lo consigo, lo consigo, no lo consigo, recomienzo, la descubro a lo lejos, creo descubrir

Aunque piense que está leyendo no está leyendo nada, tiene todas las edades al mismo tiempo y todos los tiempos de su vida

-Es ésta

me desilusiono

-No es ésta

pues lo que cuenta no tiene sentido y no obstante existe algo en el sinsentido que me persigue, la atraigo hacia mí o me empujo hacia ella, no la atraigo hacia mí, me empujo hacia ella, comienzo a probarla despacito, una palabra dispersa, una segunda palabra al azar, una frase entera, las voces que quedan se empeñan en desviarme

-¿Qué interés hay en eso?

-¿A qué te lleva ese discurso?

-Estás equivocado

me entregan personajes, episodios, historias y yo no quiero saber nada de personajes, episodios, historias, eso es para quien hace novelas y yo me cago en las novelas, quiero un hilo que me conduzca al centro de la vida y traer a la superficie todo lo que existe ahí dentro, quiero el corazón del mundo, no quiero entretener a los que las compran, no quiero divertirlos, no quiero divertirme, quiero lo que reside en el interior de lo interior, donde están las personas y nosotros con ellas, transformar en letras lo que no tiene letra alguna, quiero seguir un pasito leve en un corredor que no sé dónde queda, no exactamente un pasito, el eco de un pasito que ha de volverse pasito si continúo con él, que ha de ganar carne y ojos y llevarme consigo, quiero respirar con él, quiero que nos quedemos juntos, quiero que el pasito sea mi pasito y el corredor mi corredor, que la carne y los ojos se conviertan en mi carne y en mis ojos, quiero ese libro que aún no ha comenzado, pero que a fuerza de obstinación y orgullo y paciencia se volverá mío, sin escribirlos, claro, ya no caigo en esa trampa, dejándolo salir como el agua que se derrama y encuentra su curso en las junturas de las tablas del suelo y no es mi libro, dado que no me pertenece ningún libro con mi nombre, los libros deberían llevar el nombre del lector, no del autor, en la cubierta, es el lector quien le da sentido a medida que lee, es al lector a quien le pertenece la voz, y no sólo la voz, la carne y los ojos y el corredor y el paso, y el lector está solo y es inmenso, el lector contiene en sí el mundo entero desde el principio del mundo, y su pasado y su presente y su futuro, y se escucha a sí mismo y siente el peso de cada víscera, de cada célula, de cada íntimo rumor, el lector no para de crecer y ya no necesita ni el libro ni a mí, y al acabar el libro comienza, y al guardar el libro en el estante el libro continúa y el lector continúa con él, cada célula se divide en millares de células y el lector es muchos, y el lector deja de leer porque no está leyendo, aunque piense que está leyendo no está leyendo nada en absoluto, tiene todas las edades al mismo tiempo y todos los tiempos de su vida aunque el libro esté cerrado en algún rincón de la casa y el lector no lo necesite para continuar con él y ahora me vienen a la cabeza las semillitas sin peso que en el verano de cuando éramos pequeños entraban volando por la ventana, volvían a salir, desaparecían y, aun desaparecidas, seguían con nosotros llevando de la mano recuerdos y esperanzas y alguien que cantaba

(¿qué mujer?)

junto al lavadero una melodía

(a veces ni una melodía siquiera: dos o tres notas solamente)

que son las únicas que oiremos cuando caiga la noche y las sombras que nos rodean piensen

(más que pensar: tengan la certidumbre, ellas y el médico y el señor de los ataúdes)

de que no oímos nada.

PAJAREARÁ TU ALMA (Saiz de Marco)


He tenido que saltarme algunas normas. Leyes sanitarias, mortuorias, policía de fronteras. Incluso inventar una empresa de congelados: no es fácil recorrer el mundo con un cadáver. Pero a partir de ahora lo que hago es legal. Aquí en el Tíbet es legal. Dar a los buitres el cuerpo de mi madre. Dejárselo comer.

Les veo picotear sus manos. Las manos que me abrazaban. Las que, siendo yo pequeño, hacían un agujero en la sandía y sacaban su pulpa para convertir la cáscara hueca, con una vela dentro, en un farol. Esas manos no han muerto, ahora vivirán.

Comen sus piernas, últimamente torpes, ágiles antes para subir escaleras silbando, anunciando su llegada a casa, ese sonido alegre de mi niñez.

Hace frío, pero no es por eso que tiemblo.

Hunden sus picos en la cabeza y no cierro los ojos, porque quiero ver cómo devoran la frente y su interior, el lugar donde habitaban el cariño y la risa, la materia carnosa o gris en que vivieron.

Cuando ellos mueran, otros comerán sus cuerpos.

Los buitres han terminado su tarea. Vuelven al cielo. Con sus alas de ángel me dicen adiós y yo les respondo “Feliz día, mamá”.

SOLO EN LA NOCHE DE MÍ MISMO (Fernando Pessoa)


Siento el tiempo con un dolor enorme. Es siempre con una conmoción exagerada como abandono algo. El pobre cuarto de alquiler donde he pasado unos meses, la mesa del hotel provinciano donde he pasado seis días, la misma triste sala de espera de la estación de ferrocarril donde he gastado dos horas esperando al tren: sí, pero las cosas buenas de la vida, cuando las abandono y pienso, con toda la sensibilidad de mis nervios, que nunca más las veré y las tendré, por lo menos en aquel preciso y exacto momento, me duelen metafísicamente. Se me abre un abismo en el alma y un soplo frío del momento de Dios me roza en la faz lívida.¡El tiempo! ¡El pasado! [...] ¡Lo que he sido y nunca más seré! ¡Lo que he tenido y no volveré a tener! ¡Los Muertos! Los muertos que me amaron en mi infancia. Cuando los evoco, toda el alma se me enfría y me siento desterrado de unos corazones, solo en la noche de mí mismo, llorando como un mendigo el silencio cerrado de todas las puertas.

LA YERBA MATE (Eduardo Galeano)


La luna se moría de ganas de pisar la tierra. Quería probar las frutas y bañarse en algún río.
Gracias a las nubes, pudo bajar.
Desde la puesta del sol hasta el alba, las nubes cubrieron el cielo para que nadie advirtiera que la luna faltaba.
Fue una maravilla la noche en la tierra. La luna paseó por la selva del alto Paraná, conoció misteriosos aromas y sabores y nadó largamente en el río. Un viejo labrador la salvó dos veces.
Cuando el jaguar iba a clavar sus dientes en el cuello de la luna, el viejo degolló a la fiera con su cuchillo; y cuando la luna tuvo hambre, la llevó a su casa:
«Te ofrecemos nuestra pobreza», dijo la mujer del labrador, y le dio unas tortillas de maíz
A la noche siguiente, desde el cielo, la luna se asomó a la casa de sus amigos.
El viejo labrador había construido su choza en un claro de la selva, muy lejos de las aldeas. Allí vivía, como en un exilio, con su mujer y su hija.
La luna descubrió que en aquella casa no quedaba nada que comer. Para ella habían sido las últimas tortillas de maíz. Entonces iluminó el lugar con la mejor de sus luces y pidió a las nubes que dejasen caer, alrededor de la choza, una llovizna muy especial.
Al amanecer, en esa tierra habían brotado unos árboles desconocidos. Entre el verde oscuro de las hojas, asomaban las flores blancas.
Jamás murió la hija del viejo labrador. Ella es la dueña de la yerba mate y anda por el mundo ofreciéndola a los demás.
La yerba mate despierta a los dormidos, corrige a los haraganes y hace hermanas a las gentes que no se conocen.

PERO EL CADÁVER, AY, SIGUIÓ MURIENDO (Saiz de Marco)


Tras la declaración de guerra en julio de 1870, la Asociación Internacional de Trabajadores lanzó la consigna de oponerse a las hostilidades mediante la negativa obrera a participar en los ejércitos. Pese a la propaganda oficial, el llamamiento a alistarse apenas fue secundado por operarios de la industria, y entre los obreros agrícolas la respuesta fue también muy exigua. Cuando se dispuso la recluta obligatoria, tanto en Francia como en Prusia se produjo un movimiento de desacato, que se intentó aplacar amenazando con juicios por deserción. En ambos bandos se celebraron masivos consejos de guerra y llegaron a ejecutarse algunas condenas, pero la reacción duró poco ya que muchos soldados se negaron a fusilar a sus compañeros. Incluso se produjeron motines y asaltos espontáneos a establecimientos militares. La situación se hizo tan insostenible que las dos potencias tuvieron que poner fin a las operaciones armadas. Fue un enfrentamiento absurdo, que no obstante sirvió para que por primera vez una guerra quedase abortada por los soldados de ambos bandos. Algunos historiadores opinan que, de no haber sido por la presión popular sobre los gobiernos francés y prusiano, éstos habrían entrado en una espiral de locura, susceptible de arrastrar a Europa a un siglo de contiendas. No falta quien especula con conflictos mundiales y millones de víctimas, e incluso con el uso de la energía atómica para fines bélicos. Obviamente son planteamientos extremos y fantasiosos. Lo que resulta claro es que la acción en ambos Estados de los movimientos ciudadanos cambió el curso de los acontecimientos, haciendo prevalecer el deseo común de paz sobre los particulares intereses que motivan las guerras.

martes, 12 de febrero de 2013

PERICO PACIENCIA (Manuel A. Alonso)

Tratábase de celebrar la fiesta del santo patrón de un pueblo de esta Isla, y siguiendo la costumbre establecida en casos semejantes, comenzó el Alcalde por abrir una suscripción en la que pronto figuraron los nombres de las principales personas de dicho pueblo. Vivía en el mismo un vecino joven que el señor Cura recogió cuando niño porque tuvo la desgracia de perder a sus padres, y lo había criado, dándole la educación que pudo, pues el buen señor hasta de lo necesario solía privarse para socorrer a los desgraciados y esto quiere decir que su bolsa estaba tan limpia de dinero como su alma de pecados.

Pedro González, que así se llamaba el niño, creció teniendo siempre a la vista el buen ejemplo del sacerdote y como de suyo era bien inclinado, llegó a ser el mozo más honrado, servicial y bonachón; tanto que lo conocían todos por el nombre de Perico Paciencia, y así le llamaban sin que por ello se le diera un comino.

Pensando sin duda en hacer una buena obra iba nuestro hombre por la calle, cuando se encontró con el Alcalde, que, con la lista en una mano y el lápiz en la otra, le interpeló de este modo:

-Vamos, Perico, a ver con cuánto te apuntas para los gastos de la fiesta.

-Señor Alcalde, con mucho gusto; lo que siento es que no tengo más que un peso, que si más tuviera vería usted qué pronto se lo entregaba, como hago con éste.

Y, en efecto, entregó cuatro pesetas, único caudal que poseía en aquel momento y que llevaba consigo.

-Pero algo más puedo hacer: usted tendrá que mandar por los músicos al pueblo vecino porque aquí no los hay; yo tengo mi caballito, iremos los dos y se ahorra el alquiler de un hombre y un caballo. Además iré también a llevarlos después de la fiesta.

-Gracias, Perico, gracias y acepto tus ofrecimientos. Mañana temprano es preciso marchar.

-Lo dicho, señor Alcalde, al amanecer saldré de aquí para estar de vuelta antes del mediodía, porque a las doce debo disparar los truenos y repicar las campanas.

A la mañana siguiente llegaba Perico con una recua de siete caballos a la casa del director de la orquesta; mas el Alcalde parece que en materia de repartos no era muy inteligente y había echado la cuenta sin los violines, el trombón y el contrabajo, de modo que, después de estar a caballo los seis músicos, se encontró Perico con que tenía que acomodar en el séptimo caballo, que era el suyo, dos violines con su caja, el contrabajo con la suya, un trombón y su no pequeña humanidad. No vaciló por esto y dos horas después entraba en su pueblo precedido de los músicos y el caballo cargado con los demás instrumentos, menos el contrabajo que llevó sobre su cabeza para que no sufriera la menor avería.

Media hora después, repicaba las campanas que era un gusto y entre uno y otro repique disparaba una porción de truenos que sin subvención de ningún género había fabricado. Por la noche cantó en la salve, dirigió la alborada, disparó los cohetes y dio muchos vivas al Santo patrón y al Alcalde, que lo había dejado a pie y con carga. Al día siguiente tocó el Ave María, cantó en la misa y cuidó del arreglo del salón en que por la noche debía darse el baile. Llegó la hora de éste y con ella la de recoger Perico el premio de todos sus trabajos. Ya el Alcalde, el Síndico y demás notables acompañados de sus caras mitades y no menos caras hijas ocupaban la sala, y la juventud masculina tosía, se arreglaba el cuello de la camisa o hacía otras cosas por el estilo, aguardando el momento de poner en juego las piernas al compás de la música. Perico se presenta a la puerta vestido con una levita nueva, que así como el resto de su traje no estaba muy conforme con el último figurín de modas, aunque podía pasar, y unos botines que le apretaban sin piedad, pero no piensa en esto cuando se trata de bailar con la hija del Alcalde, de quien estaba secretamente enamorado. Desde aquel sitio descubre a la niña que lleva un hermoso traje, regalo de su papá y comprado con el producto de la visita de tiendas de aquel año; los ojos de Perico se anublaron y su corazón dejó de latir y empezó a galopar. Perico se quedó como todos nos hemos quedado en iguales circunstancias.

Mientras tanto la escogida concurrencia estaba escandalizada.

-¿Cómo -decía uno- atreverse a venir al baile un hombre que lleva recados de todo el mundo?

-Y que ha traído los músicos -añadía otro.

-Y el contrabajo a cuestas.

-Y que dispara truenos.

-Y que toca las campanas.

-Y que da vivas al Patrón y al Alcalde.

-Y que arregló esta sala.

-Pues lo que es yo -decía la chica del Alcalde- no bailo con él. ¡No faltaba más! Un hombre que fue descalzo a llamar la comadre cuando el último parto de mamá.

-Ahí tiene usted -añadía la señora del Síndico- lo que son las cosas, ese chico aunque hijo de mi prima Josefa (que en gloria esté) como el Cura es así tan... tan... pues... tan llano, no le ha enseñado más que a ser honrado.

-Verdad, doña Brígida, pero no puede entrar en la buena sociedad porque sus costumbres y sus modales no son de lo mejor -dijo la señora del abastecedor de la carne, íntimo amigo del Alcalde.

Éste, lejos de calmar la tormenta la aumentaba sonriendo a uno, guiñando el ojo al otro, y dando la razón a todos. Por último, cuando vio que la opinión era unánime se dirigió a Perico, que repuesto algo de su emoción penetraba resueltamente a donde más le valiera no haber entrado.

-Perico, óyeme una palabra.

-Si, señor -contestó poniéndose colorado, porque pensó que habían sorprendido su secreto amor.

-Mira, Perico: siento lo que voy a decirte; pero es preciso. Los concurrentes al baile tienen a mal el que hayas venido, y yo te aconsejo que te vayas para evitar un lance.

-Pero ¿qué he hecho yo para que me echen así? ¿No soy un hombre honrado y trabajador? ¿No están ahí mis parientes?

-Es cierto: pero ellos tienen una posición que tú no tienes y tus circunstancias y las mías no me permiten admitirte.

-Y ¿por qué no? Mi padrino ¿no me ha enseñado lo que saben todos esos señores? ¿No cumplo con todos mis deberes? ¿No he pagado como ellos los gastos de la fiesta? Y, además, ¿no he trabajado sin cesar para que quedara lucida?

-No sé qué decirte, hijo; pero el caso es que tienes que marcharte, porque así lo quieren y yo te mando que lo hagas.

-Bien, señor Alcalde, bien; me voy por obedecerle; pero maldito si entiendo el motivo, y le juro que no he de parar hasta dar con la explicación de todo esto.

Aquella noche no durmió Perico; más de dos horas pasó hablando con el Cura, que estaba despierto cuando llegó a su casa y que se admiró de verle volver tan temprano y nada alegre.

A la mañana siguiente se presentó de nuevo al Alcalde.

-Señor Alcalde -le dijo- aquí estoy a cumplir lo ofrecido. Vengo para ir a llevar los músicos.

-Perico: mucho siento lo de anoche, no fue culpa mía; pero qué quieres, las circunstancias...

-Usted, señor Alcalde, hizo lo que creyó bien hecho, yo haré lo que debo y nada más.

***

Quince años después de lo que acabo de referir llegó también el día de la fiesta y para convidar a ella se repartían esquelas redactadas así: "Don Pedro González, Síndico de la Junta Municipal de... comisionado por ésta y los demás vecinos contribuyentes, tiene el honor de invitar a usted para la fiesta que en obsequio del Patrón celebrará dicho pueblo en los días de... de los corrientes; esperando se sirva usted concurrir para mayor lucimiento."

Don Pedro González, Síndico de la municipalidad y vecino influyente, no era otro que Perico Paciencia. Nada se hacía en el pueblo sin contar con su voto, y el antiguo Alcalde se envanecía de tenerle por yerno; pues hay que saber que aquella misma hija suya que no quería bailar con Perico llegó después a quererle de veras, de modo que cinco años más tarde era su esposa.

¿Qué había hecho Perico para que de tal manera variase de opinión?

Perico hizo lo que cualquier hombre honrado y laborioso puede hacer, y llegó a donde no podía menos de llegar.

Al salir del baile donde no lo admitieron, por no creerle bastante digno, fue inmediatamente a contarle todo al sacerdote, su segundo padre. Éste fue poco a poco calmándole y cuando lo hubo logrado, le dijo en resumen:

-Hijo mío: tan pobre como tú, no dudé en recogerte cuando murieron tus padres; seis años tenías entonces; yo no era joven y hoy he llegado a ser viejo. Pensé, lo primero, en hacerte honrado y laborioso, y, gracias a Dios, lo he conseguido; todos te estiman porque tienes ambas cualidades, pero mi pobreza no me permitía gastar en buenas ropas y calzado para ti lo que otros más infelices necesitaban para no morirse de hambre, tu corazón era y es hermoso, tu ropa fea y remendada, hasta que hace poco has podido comprar otra mejor con el producto de tu trabajo. Aspiras a alterar con las principales personas del pueblo y nada más justo; por tu bondad lo mereces, si bastara ella sola para lograrlo, y por tu origen ninguno hay que te aventaje; sólo falta el que no lo solicites, sino que aguardes a que tus méritos te allanen el camino y que te busquen los mismos que hoy te rechazan.

"Nada de odios, nada de chismes; refrena hasta tu bondad; si algo puedes dar, dalo con discernimiento, y no dejes que la vanidad te lleve, sin que tú mismo lo conozcas, a ser despilfarrador cuando piensas ser generoso. Trabaja mucho y sin cesar y yo te aseguro que serás de los primeros, aquí donde hoy eres de los últimos. Cuando tengas una casa en la que reine la abundancia, no te faltarán amigos y querrá entrar en ella siendo tu esposa la mejor y más bella de las jóvenes que hoy no te miran siquiera. Ánimo, pues y en lugar de lamentarte como un niño, pórtate como un hombre."

Perico, como he dicho, no durmió aquella noche pesando en las palabras del señor Cura. Al día siguiente había tomado su partido. Cuando volvió al pueblo después de llevar los músicos a nadie habló de lo ocurrido en el baile; si se lo recordaban no se daba por entendido. No faltó alguno de esos enredadores, que por desgracia hay, que le aconsejó que se quejara al Capitán General Gobernador Civil, delatando ciertos pecadillos verdaderos o falsos que se atribuían al Alcalde; Perico contestó que el oficio de delator no le hacia maldita la gracia y que no quería servir de instrumento a nadie; y que lo que quería era trabajar y nada más que trabajar. En una palabra, se condujo tan bien que los vecinos empezaron a confesar que era un excelente chico, y como su tema era siempre el trabajo, acabaron por ayudarle y protegerle, de suerte que la pequeña tienda, que debiendo cuanto en ella había, estableció al principio, se convirtió pocos años después en la mejor del pueblo, sin que a nadie debiera un centavo.

Allí se reunía lo más escogido en los días festivos; la niña que tanto había hecho penar al pobre Perico, iba a hacer sus compras y echaba al dueño unas miradas y le sonreía de un modo que al recordarlo equivocó más de una cuenta.

Al primer baile que concurrió, lejos de ser rechazado, todos querían obsequiarle, y más de una mamá pensó que era joven, bien parecido y que tenía con qué sostener los gastos de una familia. Perico nada advirtió, porque estaba deslumbrado y sólo veía a Angelina, su antiguo tormento; dirigiose a ella y esta vez conoció que se alegraba al bailar con él... lo demás se suprime para no cansar al benévolo lector. Unos meses después se casaron y cuento concluido.

Tal es la historia de Perico Paciencia, que nunca he olvidado y que creo representa al vivo la de nuestra Isla. Pobre y desvalida era al comenzar el siglo presente y Dios sabe lo que de ella hubiera sido sin el bien natural de sus habitantes y los socorros que recibió. Como Perico tuvo quien le ayudara, pero también el protector empobreció y no pudo hacer más que conservarle la vida y hacerla honrada; el vestido era viejo y remendado, zapatos no pudo hasta más tarde comprarlos. ¡Pobre sacerdote que no podría dar aquello de que él mismo carecía!

Pasaron años: Perico creció, robusto y bonachón hasta más no poder, y creyó que podía asistir al baile; para ello se necesitaba algo más que ser bueno y no fue admitido. Tal fue la situación de la Isla en el año 1837, cuando se le negó la representación en Cortes. Entonces hicimos como Perico, siguiendo lo que nuestra buena índole, más que nuestra escasa instrucción, nos aconsejó. Parece que un santo repitió a nuestros oídos: "Nada de odios, nada de chismes. Trabaja y cuando tus méritos te hagan acreedor nadie te negará lo que hoy no puedes conseguir el que te otorguen". Siempre que alguno nos daba un mal consejo cerrábamos los oídos y nunca reñimos con quien no debíamos reñir.

Este comportamiento hizo que se empezase por reconocer que éramos buenos chicos; después no faltó quien dijese que era preciso ayudarnos, y hace años que una parte de la prensa aboga en nuestro favor. Hoy el clamor es casi unánime y los que dirigen el baile tratan sobre si se nos envía una esquela de convite; de modo que debe esperarse que al fin... Perico se casará con la hija del Alcalde.

¡Cuidado, señor novio! ¡Cuidado! Tenga usted juicio; si no, aunque pueda usted mantener la mujer, aunque su ropa sea a la última moda, aunque baile usted a las mil maravillas y por más que lo conviden; no hará otra cosa que... llevar a cuestas el contrabajo.

CUERPO DE MUJER (Ryunosuke Akutagawa)

Una noche de verano un chino llamado Yang despertó de pronto a causa del insoportable calor. Tumbado boca abajo, la cabeza entre las manos, se había entregado a hilvanar fogosas fantasías cuando se percató de que había un pulga avanzando por el borde de la cama. En la penumbra de la habitación la vio arrastrar su diminuto lomo fulgurando como polvo de plata rumbo al hombro de su mujer que dormía a su lado. Desnuda, yacía profundamente dormida, y oyó que respiraba dulcemente, la cabeza y el cuerpo volteados hacia su lado.

Observando el avance indolente de la pulga, Yang reflexionó sobre la realidad de aquellas criaturas. "Una pulga necesita una hora para llegar a un sitio que está a dos o tres pasos nuestros, aparte de que todo su espacio se reduce a una cama. Muy tediosa sería mi vida de haber nacido pulga..."



Dominado por estos pensamientos, su conciencia se empezó a oscurecer lentamente y, sin darse cuenta, acabó hundiéndose en el profundo abismo de un extraño trance que no era ni sueño ni realidad. Imperceptiblemente, justo cuando se sintió despierto, vio, asombrado, que su alma había penetrado el cuerpo de la pulga que durante todo aquel tiempo avanzaba sin prisa por la cama, guiada por un acre olor a sudor. Aquello, en cambio, no era lo único que lo confundía, pese a ser una situación tan misteriosa que no conseguía salir de su asombro.

En el camino se alzaba una encumbrada montaña cuya forma más o menos redondeada aparecía suspendida de su cima como una estalactita, alzándose más allá de la vista y descendiendo hacia la cama donde se encontraba. La base medio redonda de la montaña, contigua a la cama, tenía el aspecto de una granada tan encendida que daba la impresión de contener fuego almacenado en su seno. Salvo esta base, el resto de la armoniosa montaña era blancuzco, compuesto de la masa nívea de una sustancia grasa, tierna y pulida. La vasta superficie de la montaña bañada en luz despedía un lustre ligeramente ambarino que se curvaba hacia el cielo como un arco de belleza exquisita, a la par que su ladera oscura refulgía como una nieve azulada bajo la luz de la luna.

Los ojos abiertos de par en par, Yang fijó la mirada atónita en aquella montaña de inusitada belleza. Pero cuál no sería su asombro al comprobar que la montaña era uno de los pechos de su mujer. Poniendo a un lado el amor, el odio y el deseo carnal, Yang contempló aquel pecho enorme que parecía una montaña de marfil. En el colmo de la admiración permaneció un largo rato petrificado y como aturdido ante aquella imagen irresistible, ajeno por completo al acre olor a sudor. No se había dado cuenta, hasta volverse una pulga, de la belleza aparente de su mujer. Tampoco se puede limitar un hombre de temperamento artístico a la belleza aparente de una mujer y contemplarla azorado como hizo la pulga.

DISPÁRAME (Saiz de Marco)

(Con agradecimiento a quien me lo contó.)



Casi nadie quería que estallara una guerra, pero estalló.

Casi nadie eligió un bando en que luchar, pero hubo que luchar en alguno.

Fue en 1936 en España.

A uno de aquellos hombres que no quería que hubiera guerra le obligan a ir a la guerra y a luchar en un bando. Y le obligan también a fusilar a un “enemigo”. (¿”Enemigo” por qué, si a él no le ha hecho nada?).

"Pégale un tiro a ése", le ordenan.

Y va a donde está aquel hombre, el “enemigo”, atado de pies y manos. Coge su fusil, lo levanta para apuntar y después de unos segundos lo deja en el suelo.

-No puedo- dice.

El que está atado lo mira y le pregunta:

-¿Tienes familia?

-Sí, tengo mujer y dos niños pequeños...

-Entonces no lo dudes y apúntame bien al corazón. No tiembles, no falles el tiro y deja de llorar... Si no me matas tú, te van a matar a ti, y a mí me va a matar otro. Así que, ya que de todas formas voy a morir, prefiero que me mate un hombre honrado que no quiere matar a otra persona. Olvida lo que vas a hacer. Me llamo Andrés y soy de...

La guerra termina pero durante décadas está prohibido exhumar los cadáveres de “enemigos” enterrados en el campo. Como el de Andrés.

Pasa el tiempo, pero el ejecutor no olvida los ojos de aquél a quien disparó. A uno de sus hijos lo llama Andrés. Y cada aniversario del fusilamiento deja un ramo de flores sobre la fosa donde él mismo tuvo que enterrar, tras fusilarlo, a aquel hombre. Entonces le parece oír la voz de Andrés que, subiendo de la tierra, le dice "Prefiero que me mate un hombre honrado".

lunes, 11 de febrero de 2013

LA VAQUITA PARDA (Alekandr Nikoalevich Afanasiev)



Éranse en un reino un zar y una zarina que tenían una hija llamada María. Cuando la zarina murió, el zar se casó al poco tiempo con una mujer llamada Yaguichno. De este segundo matrimonio tuvo tres hijas; la mayor tenía un solo ojo, la segunda nació con dos, y la tercera tenía tres ojos.

La madrastra no quería bien a su hijastra María, y un día la vistió con un vestido viejo y sucio, le dio una corteza de pan duro y la envió al campo a apacentar una vaquita parda.

La zarevna1 condujo a la vaquita a una pradera verde, entró en la vaca por una oreja y salió por la otra, ya comida, bebida, lavada y engalanada. Limpia y arreglada como una zarevna, cuidó todo el día de la vaquita, y cuando el sol se puso María se quitó su vestido de gala, vistió su traje andrajoso, volvió a casa con la vaquita y guardó el pedazo de pan duro en el cajón de la mesa.

«¿Qué es lo que habrá comido?», pensó la madrastra. Al día siguiente Yaguichno dio a su hijastra la misma corteza de pan duro y la envió a apacentar la vaquita; pero hizo que la acompañase su hija mayor, la que tenía un solo ojo, a la que antes de marcharse dijo:

-Observa, hija mía, qué es lo que come y bebe María, la cual vuelve saciada sin haber probado el pan que le doy.

Llegadas las muchachas a la pradera, María dijo a su hermana:

-Ven, hermanita; siéntate a mi lado y apoya tu cabeza sobre mis rodillas, que te voy a peinar.

Y cuando apoyó la cabeza en sus rodillas, peinándola, dijo:

-No mires, hermanita; cierra tu ojito; duerme, hermanita mía, duerme, querida.

Cuando la hermana se durmió, María se levantó, se acercó a la vaquita, entró en ella por una oreja, salió por la otra comida, bebida y bien vestida, y todo el día, engalanada como una zarevna, cuidó de la vaquita.

Cuando empezó a oscurecer, María se cambió de traje y despertó a su hermana, diciéndole:

-Levántate, hermanita; levántate, querida; es hora ya de volver a casa.

«¡Qué lástima! -pensó entre sí la muchacha-. He dormido todo el día, no he visto lo que ha comido y bebido María y ahora no sabré lo que decir a mi madre cuando me pregunte.»

Apenas llegaron a casa, Yaguichno preguntó a su hija:

-¿Qué es lo que ha comido y bebido María?

-¡Yo no he visto nada, madre! -respondió la hija.

La madre la riñó, y a la mañana siguiente envió a su segunda hija, la que tenía dos ojos.

-Ve, hija mía, y mira bien qué es lo que come y bebe María.

Cuando llegaron al campo María dijo a su hermana:

-Ven aquí; siéntate a mi lado y apoya tu cabeza sobre mis rodillas, que te voy a hacer la trenza.

Y cuando apoyó su cabeza María dijo:

-Cierra, hermanita, un ojo; cierra el otro también. Duerme, hermana, duerme, querida mía.

La hermana cerró los ojos y se durmió hasta la noche y, por consiguiente, no pudo ver nada.

El tercer día, Yaguichno envió a su tercer hija, la que tenía tres ojos, diciéndole:

-Observa bien qué es lo que come y bebe María Zarevna y cuéntamelo todo.

Llegaron las dos a la pradera para apacentar a la vaquita parda, y María dijo a su hermana:

-¿Quieres que te peine y te haga las trenzas?

-Házmelas, hermanita.

-Pues siéntate a mi lado y descansa tu cabeza sobre mis rodillas.

Cuando tomó esta postura, María Zarevna pronunció las mismas palabras de siempre.

-Cierra, hermanita, un ojo; cierra el otro también. Duerme, hermana, duerme, querida mía.

Pero olvidó por completo el tercer ojo; así que dos ojos dormían, pero el tercero observaba todo lo que María Zarevna hacía. Ésta se arrimó a la vaquita, entró en ella por una oreja y salió por la otra, comida, bebida y bien vestida.

Apenas se escondió el Sol, María se cambió de vestido y despertó a su hermana:

-Levántate, hermanita, que es ya hora de volver a casa.

Llegaron a casa y María escondió su corteza seca de pan en el cajón de la mesa.

-¿Qué es lo que ha comido María? -preguntó a su hija la madrastra.

La hija contó a su madre todo lo que había visto; entonces ésta llamó al cocinero y le dio orden de matar inmediatamente a la vaquita parda. El cocinero obedeció y María Zarevna le suplicó:

-Abuelito, dame, por lo menos, el rabo de la vaquita.

El viejo se lo dio; ella lo plantó en la tierra, y en poco tiempo creció un arbolito con unos frutos muy dulces, en el que se posaban muchos pájaros que cantaban canciones muy bonitas.

Un zarevich llamado Iván, oyendo hablar de las virtudes y belleza de la zarevna María, se presentó un día a la madrastra, y poniendo un gran plato sobre la mesa, le dijo:

-La muchacha que me llene de fruta este plato se casará conmigo.

La madrastra envió a su hija mayor a coger la fruta; pero los pájaros no la dejaban acercarse al árbol y por poco le quitan el único ojo que tenía. Envió a las otras dos hijas; pero éstas tampoco pudieron coger un solo fruto.

Finalmente, fue María Zarevna, y apenas se acercó con el plato al árbol y empezó a coger frutos, los pájaros se pusieron a ayudarla, y mientras ella cogía uno, los pajaritos le tiraban al plato dos o tres.

En un momento estuvo el plato lleno. María Zarevna puso entonces el plato sobre la mesa e hizo una reverencia al zarevich.

Prepararon la boda, se casaron, tuvieron grandes fiestas y vivieron muchos años muy felices y contentos.

LA LEYENDA DE CIERTAS ROPAS ANTIGUAS (Henry James)



Hacia mediados del siglo XVIII vivía en la provincia de Massachusetts una dama viuda, madre de tres hijos. Su nombre es lo de menos; me tomaré la libertad de llamarla señora Willoughby: un apellido, como el suyo auténtico, de sonido altamente respetable. Había perdido a su marido tras unos seis años de matrimonio y se había consagrado al cuidado de su progenie. Su progenie se desarrolló de un modo que recompensó su tierno cariño y cumplió sus más elevadas esperanzas. El primogénito era un varón, a quien había puesto el nombre de Bernard, el mismo del padre. Los otros dos eran niñas, entre cuyos respectivos nacimientos había mediado un intervalo de tres años. La buena apariencia era tradicional en la familia, y no parecía probable que estas infantiles personas fueran a permitir que la tradición pereciera. El muchacho era de esa tez rubia y sonrosada y de esa complexión atlética que en aquel tiempo (al igual que en éste) era marchamo de genuina sangre inglesa: un afectuoso jovencito sincero, estupendo hijo y hermano, y amigo leal. Listo, empero, no era: la inteligencia de la familia había recaído principalmente en sus hermanas. El señor Willoughby había sido un gran lector de Shakespeare, en un tiempo en que semejante afición implicaba mayor penetración espiritual que en nuestros días y en una comunidad donde hacía falta mucho valor para patrocinar el teatro incluso en privado; y había querido dejar constancia de su admiración por el gran poeta poniéndoles a sus hijas nombres sacados de sus obras favoritas. A la mayor le dio el encantador nombre de Viola; y a la menor, el más serio de Perdita, en recuerdo de otra niña nacida entre las dos pero que sólo vivió unas semanas.


Cuando Bernard Willoughby cumplió los dieciséis años, su madre se armó de valor y se dispuso a ejecutar la postrera voluntad de su marido. Había consistido en un apasionado ruego de que, al llegar a la edad apropiada, su hijo fuese enviado a Inglaterra para completar su educación en la universidad de Oxford, que había sido el escenario de sus propios estudios. A la señora Willoughby su hijo le importaba el triple que sus dos hijas juntas; pero le importaban más los deseos de su marido. Conque reprimió sus sollozos, y preparó el baúl de su hijo y su sencilla vestimenta provinciana, y lo envió al otro lado del océano. Bernard fue inscrito en la facultad de su padre y pasó cinco años en Inglaterra, sin grandes honores, la verdad sea dicha, pero con una amplia ración de diversiones y ningún descrédito. Al dejar la universidad realizó un viaje por Francia. En su vigésimotercer aniversario embarcó de regreso a casa, dispuesto a valorar la pobre pequeña Nueva Inglaterra (en aquel tiempo Nueva Inglaterra era muy pequeña) como un lugar de residencia enteramente insoportable. Pero en casa se habían producido cambios, no menos que en las opiniones del señorito Bernard. Halló bastante habitable la casa de su madre, y a sus dos hermanas convertidas en dos guapísimas señoritas, con los mismos talentos y gracias que las jóvenes británicas sumados acierta agradable brusqueriey originalidad propia que, aunque no era un talento, desde luego las hacía aún más graciosas. Confidencialmente Bernard le aseguró a su madre que sus hermanas no tenían nada que envidiar a las más distinguidas muchachas de Inglaterra; a consecuencia de lo cual la pobre señora Willoughby se envaneció bastante de sus hijas. Tal era la opinión de Bernard, y tal, multiplicada por diez, era la opinión del señor Arthur Lloyd. Este caballero, me apresuro a agregar, era un compañero de estudios del señorito Bernard: un joven de reputada familia, de buen natural y de cuantiosa fortuna; este último accesorio se proponía invertirlo en negocios en este país. Él y Bernard eran íntimos amigos; habían cruzado el océano juntos y el joven norteamericano no había dudado en presentarlo en casa de su madre, donde había causado una impresión tan buena como la que él mismo había recibido y de la cual acabo de suministrar un indicio.


En aquella época las dos hermanas estaban en plena lozanía de su juvenil floración; cada una de ellas, por supuesto, manifestaba esta natural brillantez de la manera que más le cuadraba. Eran disímiles tanto en apariencia como en carácter. Viola, la mayor -de veintidós años recién cumplidos-, era alta y clara, de calmosos ojos grises y cabellos de color castaño rojizo: un muy remoto parecido con la Viola de la comedia de Shakespeare, a la cual imagino como una criatura morena (con permiso de ustedes), pero delgada, briosa, plena de las más tiernas y elevadas emociones. La señorita Willoughby, con su intensa blancura de piel, sus bien torneados brazos, su majestuosa estatura y su pausado hablar, no estaba hecha para la aventura. Nunca se habría puesto unas calzas y una camisa masculinas; y, a decir verdad, siendo una belleza muy corpulenta, acaso es una suerte que no lo hiciera. También Perdita habría debido cambiar la dulce melancolía de su nombre por algo más en consonancia con su aspecto y temperamento. Era morena a ultranza, baja de estatura, ligera de pies, con ojos oscuros plenos de fuego y animación. Desde niña había sido una criatura de sonrisas y alegría; y, cuando uno hablaba con ella, lejos de hacerlo esperar como era costumbre en su bella hermana (quien lo estudiaba a uno con sus más bien fríos ojos grises), le daba a escoger entre media docena de respuestas antes de que uno hubiera terminado de pronunciar sus frases.


Las jóvenes se alegraron muchísimo de volver a ver a su hermano; mas se descubrieron bastante capaces de reservar cierta porción de entusiasmo para destinarla al amigo de su hermano. Entre sus propios amigos y vecinos, la belle jeunesse de la colonia, había muchos jóvenes excelentes, varios admiradores devotos, y unos dos o tres que gozaban de la reputación de irresistibles galanes y conquistadores. Pero los lugareños ardides y la algo ruda galantería de estos honrados colonos incipientes quedaron completamente eclipsados ante la buena apariencia, las elegantes ropas, el respetuoso empressement, la perfecta cortesía, la inmensa cultura, del señor Arthur Lloyd. En realidad no era ningún dechado: era un franco, resuelto, instruido joven, rico en libras esterlinas, en salud y anodinas esperanzas, y en un pequeño capital de afectos por invertir. Pero era un caballero; poseía un hermoso rostro; había estudiado y viajado; hablaba francés, tocaba la flauta y declamaba versos con muy buen gusto. Había una docena de razones para que de sopetón la señorita Willoughby y su hermana menor se volvieran sobremanera exigentes en su elección de amistades masculinas. La imaginación de la mujer está particularmente adaptada a las diversas pequeñas convenciones y misterios de la buena sociedad. La conversación del señor Lloyd les reveló a nuestras jóvenes doncellas de Nueva Inglaterra muchísimo más de lo que él creyó sobre las personas de alcurnia de las capitales europeas. Era fascinante sentarse a oír charlar a él y Bernard sobre las personas extraordinarias y las cosas extraordinarias que ambos habían visto. Tras el té toda la familia solía reunirse alrededor de la chimenea, en el saloncito revestido de madera -por entonces inocente de cualquier propósito de resultar pintoresco o de resultar cualquier otra cosa, a decir verdad, salvo económico, de tal modo que se habían ahorrado los gastos de papeles pintados y colgaduras-, y los dos jóvenes aludían discretamente el uno para el otro, desde los extremos opuestos de la alfombra, esta, esa y aquella aventura. Muchas veces Viola y Perdita habrían dado cualquier cosa por saber exactamente de qué aventura se trataba, y dónde ocurrió, y quién participó, y qué llevaban puesto las mujeres; mas en aquel tiempo no se consideraba correcto que una joven bien educada interviniese en la conversación por iniciativa propia o formulase excesivas preguntas; y por lo tanto las pobres muchachas se parapetaban ansiosas detrás de la curiosidad, más lánguida -o más discreta-, de su madre.


Que las dos eran muy atractivas fue algo que Arthur Lloyd no tardó en descubrir; pero necesitó más tiempo para decidir cuál poseía mayores encantos. Tuvo un fuerte presagio -una sensación de una naturaleza demasiado enteramente alegre para aplicarle el calificativo de ominosa- de que estaba destinado a llevar al altar a una de ellas; sin embargo era incapaz de llegar a una preferencia, y para tal ceremonia ciertamente era indispensable una preferencia, por cuanto Lloyd tenía demasiada sangre joven como para avenirse a la idea de elegir echándolo a suertes y verse desposeído del celestial deleite de enamorarse. Resolvió tomarse las cosas con calma y aguardar hasta que hablara su corazón. Mientras tanto, llevaba una existencia muy agradable. La señora Willoughby hacía gala de una digna indiferencia ante sus “intenciones”, tan lejana de despreocuparse de la honra de sus hijas como de mostrar esa insoportable alacridad por hacerlo comprometerse que tantísimas veces él, en su calidad de joven con posibles, había notado en las venerables damas de sus islas natales. En cuanto a Bernard, lo único que él pedía era que su amigo tratara a sus hermanas como si fueran suyas; y en cuanto a las propias lindas criaturas, por mucho que cada una anhelara secretamente el monopolio de las atenciones del señor Lloyd, se ciñeron a un proceder muy decoroso y humilde y discreto.


En su trato mutuo, empero, ellas estaban algo más a la ofensiva. Eran buenas amigas fraternas, entre las cuales habría hecho falta más de un día para que germinara y fructificara la semilla de los celos; pero ambas pensaban que esa semilla había quedado sembrada el día en que el señor Lloyd llegó a la casa. Cada una determinó que, de no cumplirse sus esperanzas, soportaría la decepción en silencio, y que nadie llegaría a sospechar nada; pues, aunque sentían un fuerte amor, asimismo sentían una fuerte soberbia. Pero cada una rezaba en secreto, pese a todo, para que sobre ella recayera la gloria. Tuvieron necesidad de una gran cantidad de paciencia, de autodominio y de disimulo. En aquel tiempo, una joven que se preciara no podía permitirse hacer ninguna insinuación, ni casi responder, de hecho, a las que se le hacían. Lo correcto era que permaneciera inmóvil en su asiento con la mirada en la alfombra, contemplando el lugar donde caería el mágico pañuelo. El pobre Arthur Lloyd estaba obligado a llevar a cabo su cortejo en el saloncito revestido de madera, bajo la mirada de la señora Willoughby, de Bernard y de su futura cuñada. Pero la juventud y el amor son tan astutos que era posible intercambiar un centenar de minúsculas señas y promesas sin que las detectara ninguno de aquellos tres pares de ojos. Las dos muchachas compartían la misma habitación y el mismo lecho, conque durante largas horas estaban juntas cada una bajo la observación directa de la otra. Empero, el saberse recíprocamente espiadas no introdujo ni un ápice de diferencia en los pequeños servicios que se prestaban mutuamente, ni en las diversas tareas domésticas que desempeñaban en común. Ninguna desertó ni titubeó ante las silenciosas baterías de la mirada de su hermana. El solo cambio notable que se verificó en sus costumbres fue que ahora tenían menos cosas que contarse una a otra. Era imposible hablar sobre el señor Lloyd y era ridículo hablar sobre cualquier otra cosa. Por tácito acuerdo empezaron a lucir sus mejores ropas y a emplear pequeños instrumentos de coquetería, en forma de cintas y moños y volantes, permitidos por la más incorruptible modestia. De esa misma guisa muda establecieron un pequeño pacto de sinceridad sobre estos delicados menesteres. “¿Quedo mejor así?”, preguntaba Viola, prendiéndose al corpiño un conjunto de cintas y apartando del espejo la mirada para dirigírsela a su hermana. Solemnemente Perdita alzaba la vista de su propia labor y examinaba el ornato. “Creo que sería preferible que añadieras una lazada más”, decía, con gran gravedad, mirando intensamente a su hermana con ojos que agregaban: “Palabra de honor.” Así estaban continuamente cosiendo y modificando sus faldas, y planchando sus muselinas, y urdiendo lociones y pomadas y cosméticos, como las mujeres del hogar del vicario de Wakefield. Transcurrieron unos tres o cuatro meses; ya era pleno invierno y Viola continuaba diciéndose que si Perdita todavía no era capaz de vanagloriarse de algo más que ella, no había mucho que temer de su rivalidad. Pero a estas alturas Perdita, la encantadora Perdita, tenía la impresión de que su secretismo se había vuelto diez veces más precioso que el de su hermana.


Una tarde la mayor de las señoritas Willoughby estaba sentada a solas ante el espejo de su tocador, desenredándose los luengos cabellos. Había empezado a anochecer y cada vez había menos luz; encendió las dos velas a ambos lados del marco del espejo y después se acercó a la ventana para cerrar las cortinas. Era un gris atardecer decembrino: el panorama se veía vacío y desolado y el cielo estaba cubierto de nubes nivosas. Al extremo del amplio jardín al cual daba la ventana había una tapia con una puertecita trasera, que comunicaba con un callejón. Dicha puertecita estaba entreabierta, como borrosamente vio en la creciente oscuridad, y morosamente oscilaba en sus goznes, como si alguien la moviera desde el lado del callejón. Sin duda se trataba de una de las criadas. Pero, cuando se disponía a echar la cortina, Viola vio a su hermana entrar en el jardín y echar a andar apresuradamente por el caminito que conducía hasta la casa. Corrió la cortina, aunque dejando una pequeña rendija para espiar. Mientras Perdita recorría el caminito, parecía examinar un objeto que llevaba en la mano, acercándolo mucho a los ojos. Cuando llegó junto a la casa se detuvo un instante, contempló intensamente el objeto y se lo oprimió contra los labios.


La pobre Viola regresó lentamente a su silla y se sentó ante el espejo, en el cual, de haberlo mirado menos abstraídamente, habría visto sus bellas facciones tristemente desfiguradas por los celos. Un instante después, la puerta se abrió a su espalda y su hermana entró en la habitación sin resuello y con las mejillas encendidas por el aire glacial.


Perdita se sobresaltó:


-Qué susto -dijo-. Creía que estabas con mamá. -Las tres mujeres iban a asistir a una merienda, y en tales ocasiones su costumbre era que una de las hijas ayudara a la madre a vestirse. En vez de penetrar, Perdita se quedó junto a la puerta.


-Pasa, pasa -dijo Viola-. Aún nos queda más de una hora. Me gustaría mucho que le hicieras unos cuantos retoques a mi peinado. -Sabía que su hermana quería retirarse y que ella podía ver en el espejo todos sus movimientos en la habitación-. Vamos, ayúdame a peinarme -dijo-, y después yo iré a ayudar a mamá.


De mala gana Perdita acudió a empuñar el cepillo. Vio la mirada de su hermana, en el espejo, firmemente clavada en sus manos. Aún no se lo había pasado tres veces por el cabello cuando Viola aferró su propia mano derecha a la izquierda de su hermana y se levantó de un salto.


-¿De quién es este anillo? -gritó pasionalmente, arrastrándola hacia una luz.


En el dedo corazón de la joven refulgía un anillito dorado, adornado con un par de pequeños rubíes. Perdita decidió que ya no servía de nada guardar secreto, pero que debía efectuar su confesión con audacia.


-Es mío -dijo con orgullo.


¿Quién te lo ha regalado? -gritó la otra.


Perdita vaciló un instante.


-El señor Lloyd.


-De golpe y porrazo el señor Lloyd se ha vuelto rumboso.


-¡Huy, no -exclamó Perdita, con arrojo-: no de golpe y porrazo! Ha estado ofreciéndomelo desde hace un mes.


-¿Es que necesitas un mes de ruegos para aceptarlo? -dijo Viola, contemplando la pequeña sortija, que en realidad no era extraordinariamente elegante aunque sí la mejor que el joyero de la provincia podía suministrar-. Yo no lo habría aceptado en menos de dos.


-¡No es tanto el anillo -dijo Perdita- cuanto lo que significa!


-Significa que no eres una muchacha decente -gritó Viola-. A ver, ¿mamá está enterada de tu intriga?; ¿y Bernard?


-Mamá ha aprobado mi “intriga”, como tú la llamas. El señor Lloyd ha pedido mi mano, y mamá se la ha concedido. ¿Habrías preferido que te solicitara a ti, hermana?


Viola le dedicó a su hermana una larga mirada, llena de pesadumbre y envidia apasionadas. Después bajó las pestañas sobre las pálidas mejillas y se dio la vuelta. Perdita se hizo cargo de que no había sido una escena agradable; mas la culpa era de su hermana. Pero raudamente la joven de más edad hizo acopio de amor propio, y tornó a encararla:


-Acepta mis felicitaciones -dijo con una débil cortesía-. Te deseo toda la felicidad del mundo, y una muy larga vida.


Perdita se rió amargamente.


-¡No lo digas con ese tono! -exclamó-. Una maldición sería más entusiasta. Vamos, hermana -agregó-, él no puede casarse con las dos.


-Te deseo muchísimas alegrías -reiteró maquinalmente Viola, tornando a sentarse frente al espejo-, y una muy larga vida, e innumerables hijos.


En el sonido de estas palabras hubo algo que no fue del entero agrado de Perdita.


-¿Me concederás un año, al menos? -dijo-. En un año puedo tener un hijo... o cuando menos una hija. Si me dejas el cepillo, te arreglaré el cabello.


-Gracias -dijo Viola-. Será mejor que vayas con mamá. No es correcto que una joven prometida en matrimonio atienda a una muchacha que no lo está.


-De eso nada -dijo Perdita, bienhumoradamente-. Yo ya tengo a Arthur para atenderme. Tú necesitas mis servicios más de lo que yo necesito los tuyos.


Pero su hermana le hizo ademanes para que se fuera, conque ella abandonó la habitación. En cuanto hubo salido, la pobre Viola cayó de rodillas ante el tocador, ocultó la cabeza entre los brazos y derramó un torrente de lágrimas y sollozos. Se sintió muchísimo mejor gracias a esta efusión de pesadumbre. Cuando regresó su hermana, ella insistió en ayudarla a vestirse y en que se pusiera sus mejores galas. La obligó a aceptar un hermoso encaje de su propiedad, declarando que ahora que iba a casarse debía hacer todo cuanto estuviera a su alcance para aparecer digna de la elección de su novio. Ejecutó esas tareas en severo silencio; pero, aun así, hubieron de servir como disculpa y expiación; no se excusó de ninguna otra forma.


Ahora que Lloyd era recibido por la familia en calidad de pretendiente aceptado, únicamente restaba fijar la fecha de la boda. Se concertó para el cercano mes de abril, y durante el intervalo se realizaron diligentes preparativos para la ceremonia. Lloyd, por su parte, estaba ocupado realizando acuerdos comerciales y estableciendo correspondencia con la gran empresa mercantil a la cual estaba vinculado en Inglaterra. Por consiguiente no fue un tan asiduo visitante de la casa de la señora Willoughby como durante los meses de su timidez e irresolución, y la pobre Viola hubo de sufrir menos de lo que había temido a causa del espectáculo de los mutuos arrumacos de los jóvenes novios. En lo tocante a su futura cuñada Lloyd tenía perfectamente tranquila la conciencia. Entre ellos no había sido pronunciada una sola palabra de sentimiento, y no tenía ni la más remota sospecha de que ella codiciara algo más que un fraternal afecto por parte de él. Se sentía muy feliz: la vida se anunciaba plena de venturas, tanto domésticas como financieras. A la sazón las cárdenas nubes de la revuelta de las colonias todavía estaban veinte años por debajo del horizonte, y era absurdo, era blasfemo, temer que su dicha conyugal tomara derroteros trágicos. Mientras tanto, en casa de la señora Willoughby había un mayor rumor de sedas, un más rápido manejo de tijeras y vuelo de agujas que nunca anteriormente. La señora Willoughby se había propuesto que su hija tuviera el ajuar más espléndido que su dinero pudiera comprar o que el país pudiera suministrar. Fueron convocadas todas las mujeres sabias del condado, y sus gustos aunados fueron inducidos a concentrarse en el vestuario de Perdita. Desde luego no era para ser envidiada la situación de Viola en aquellos momentos. La pobre tenía un irrefrenable amor por los vestidos, y el mejor de los gustos, como sobradamente sabía su hermana. Viola era alta, era exuberante y majestuosa, estaba hecha para portar rígidos brocados y masas de pesados encajes, tales como los propios del atavío de la esposa de un hombre rico. Pero Viola se mantenía apartada, cruzados los hermosos brazos y ausente la mirada, mientras su madre y su hermana y las venerables mujeres antedichas discurrían y cavilaban acerca de sus materiales, abrumadas por la multitud de sus recursos. Un día llegó un hermoso rollo de seda blanca, con brocados de color azul celeste y plata, enviado por el mismísimo novio: en aquel tiempo no se consideraba impropio que el futuro marido contribuyera al trousseau de la novia. A Perdita no se le ocurría ninguna confección y disposición que estuviera a la altura del esplendor de aquella tela:


-El azul es tu color, hermana, más bien que el mío -dijo, con ojos zalameros-. Es una lástima que la tela no sea para ti. Tú sabrías qué hacer con ella.


Viola se levantó de su asiento y se acercó a examinar el gran rollo reluciente, extendido sobre el respaldo de una silla. Después lo tomó en sus manos y lo palpó -amorosamente, como observó Perdita- y se plantó ante el espejo con él. Dejó caer hasta sus pies uno de los extremos y colgó de sus hombros el otro, ciñéndoselo alrededor del talle y dejando su blanco brazo desnudo hasta el codo. Echó hacia atrás la cabeza y contempló su propia imagen, y una trenza de su pelo castaño rojizo cayó sobre la lustrosa superficie de la seda. El efecto era sorprendente. Las mujeres que la rodeaban profirieron un pequeño “¡Oh!” de admiración. “Sí, en efecto -dijo Viola en su fuero interno-, el azul es mi color.” Mas Perdita se dio cuenta de que su imaginación se había disparado y de que ahora se volcaría en la tarea y les resolvería todos sus enigmas modisteriles. Y de hecho lo hizo requetebién, tal como estuvo muy dispuesta a declarar Perdita, sabedora del insaciable amor de su hermana por la mercería. Metros y metros de preciosas sedas y satenes, de muselinas, terciopelos y encajes, pasaron por sus hábiles manos, sin que de sus labios brotara una sola palabra de envidia. Gracias a su laboriosidad, el día de la boda Perdita estaba preparada para lucir mayor número de vanidades de este mundo que cualquier otra temblorosa joven novia que hasta entonces hubiese solicitado la bendición sacramental de un cura de Nueva Inglaterra.


Hablase convenido que la joven pareja viajaría de luna de miel al extranjero para pasar unos días en la mansión campestre de un caballero inglés: un hombre de rango y un muy gentil amigo para con Lloyd. Se trataba de un soltero: se declaró encantado de esfumarse para dejarlos entregados durante una semana a sus caricias y arrullos. Tras la ceremonia en la iglesia -había sido oficiada por un clérigo inglés- la joven señora Lloyd se aprontó a dirigirse a casa de su madre para cambiarse sus galas nupciales por un traje de montar. Viola la ayudó a hacerlo, en la antigua habitacioncita que durante tantos años habían compartido como buenas hermanas. Luego Perdita fue sin pérdida de tiempo a decir adiós a su madre, dejando que Viola la siguiera. La despedida fue breve: los caballos aguardaban a la puerta y Arthur estaba impaciente por emprender viaje. Mas Viola no la había seguido, conque Perdita regresó a su habitación, abriendo la puerta bruscamente. Como de costumbre, Viola estaba frente al espejo, pero en una situación que hizo que la otra se detuviera paralizada por el asombro. Se había puesto el velo y la guirnalda nupciales de Perdita, y en su cuello tenía el oneroso collar de perlas que la joven había recibido de su marido como regalo de bodas. Estos objetos habían sido dejados de lado apresuradamente, para esperar hasta que su dueña dispusiera de ellos a su regreso de la campiña inglesa. Adornada con estas galas ilegítimas, Viola estaba de pie ante el espejo, hundiendo una prolongada mirada en sus profundidades y teniendo Dios sabe qué audaces visiones. Perdita se sintió escandalizada y dolida. Era una espantosa imagen que resucitaba su antigua rivalidad mutua. Avanzó un paso hacia su hermana, como para arrancarle el velo y las flores. Mas, habiendo percibido la mirada de Viola en el espejo, se detuvo.


Adiós, Viola -dijo- Por lo menos habrías podido esperar a que me hubiera marchado. -Y apresuradamente salió de la habitación.


El señor Lloyd había comprado una casa en Boston que, según el gusto de aquel tiempo, era considerada un prodigio de elegancia y comodidad; y aquí muy pronto se estableció con su joven esposa. De esta guisa quedó separado de la residencia de su suegra por una distancia de treinta kilómetros. En aquella era de primitivos caminos y transportes treinta kilómetros eran como ciento cincuenta de los actuales, conque la señora Willoughby vio escasamente a su hija durante su primer año de matrimonio. Sufrió no poco por su ausencia; y su pesar no se vio aminorado por la actitud de Viola, quien había caído en un estado de apatía y languidez, que hacía imprescindible para su recuperación un cambio de escenario y ambiente. La verdadera causa del decaimiento de la muchacha será adivinada sin dificultad por el lector. Sin embargo, la señora Willoughby y sus compañeras de cotilleo consideraron que su mal era puramente físico y no dudaron de que obtendría alivio del remedio precitado. En consecuencia su madre gestionó en su nombre una visita a unos parientes de su difunto esposo, residentes en Nueva York, que siempre estaban quejándose de lo poco que veían a sus primos de Nueva Inglaterra. Viola les fue enviada a estas buenas personas, con una escolta apropiada, y permaneció con ellas varios meses. En el intervalo su hermano Bernard, que había empezado a ejercer como abogado, se resolvió a tomar esposa. Viola retornó a casa para la boda, aparentemente curada de su melancolía, con encendidos colores en las mejillas y una orgullosa sonrisa en los labios. Arthur Lloyd se vino desde Boston para asistir a la boda de su cuñado, pero sin su esposa, quien en breve esperaba dar a luz. Hacía casi un año que Viola no lo veía. Se alegró -sin saber muy bien por qué- de que Perdita se hubiera quedado en su casa. Arthur parecía feliz, pero estaba más serio y solemne que antes del matrimonio. A ella se le antojó que tenía un aspecto “interesante”... pues aunque este vocablo en su sentido moderno todavía no había sido inventado, podemos estar seguros de que la idea sí. La verdad es que sencillamente estaba preocupado por el inminente trance de su esposa. Pese a ello, de ningún modo dejó de observar la belleza y esplendor de Viola y cómo casi borraba del mapa a la pobre novia. La asignación que antaño Perdita recibía para comprar ropa le había sido transferida ahora a su hermana, quien ciertamente le sacaba el máximo partido. La mañana inmediatamente posterior a la boda, Lloyd hizo colocar una silla de montar femenina en el caballo del criado que con él se había venido desde la ciudad y salió a dar un paseo ecuestre con Viola. Era una clara mañana contagiosa de enero: el suelo estaba limpio y firme, y los caballos en buenas condiciones..., por no hablar de Viola, que estaba preciosa con su empenachado sombrero y su chaqueta azul de montar forrada con pieles. Cabalgaron toda la mañana, se extraviaron y se vieron obligados a detenerse a almorzar en una alquería. Ya había caído la temprana noche invernal cuando lograron regresar. La señora Willoughby los recibió con cara larga. A mediodía había llegado un mensajero despachado por la señora Lloyd: había empezado a sentirse enferma y anhelaba el inmediato regreso de su marido. El joven profirió una blasfemia al pensar que había perdido varias horas y que cabalgando sin descanso ya habría podido estar junto a su esposa. No accedió a quedarse a tomar un bocado de cenar, sino que montó en el caballo del mensajero y partió al galope.


A medianoche llegó a su hogar. Su esposa había parido una niña.


-Ah, ¿por qué no has estado conmigo? -dijo ella, al llegarse él a la vera de su lecho.


-Había salido cuando se presentó el mensajero. Estaba con Viola -dijo él, inocentemente.


La señora Lloyd articuló un pequeño gemido y volvió la cabeza. Pero la convalecencia iba muy bien, y durante una semana fue ininterrumpida su mejoría. Finalmente, empero, a causa de alguna imprudencia en la dieta o de su afán por abandonar el lecho, se presentaron complicaciones y la pobre mujer empeoró velozmente. Lloyd estaba desesperado. Bien pronto se hizo obvio que la recaída era fatal. La señora Lloyd cobró conciencia de que su fin estaba próximo y declaró que se había resignado a morir. La tercera noche desde que se iniciara el empeoramiento le dijo a su marido que estaba convencida de que no pasaría de esa noche. Hizo salir a los criados, y asimismo le pidió a su madre que abandonara la habitación (la señora Willoughby había llegado el día anterior). Había hecho que trajeran a su hijita a su lecho, y ahora estaba tumbada de costado, con la niña contra su seno, mientras asía las manos de su marido. La lamparilla de noche estaba oculta tras las pesadas cortinas de la cama, pero la estancia era iluminada por un rojizo resplandor procedente del inmenso fuego de leños de la chimenea.


-Resulta extraño morir cerca de un fuego como ése -dijo la joven, débilmente tratando de sonreír-. ¡Ojalá tuviese siquiera una pizca de él en mis venas! Pero se lo he dado todo a esta chispita de humanidad. -Y posó la mirada sobre su hija. Luego alzó los ojos para dedicarle a su marido una larga mirada penetrante. El postrer sentimiento que anidaba en su corazón era de desconfianza. No se había recobrado de la conmoción que Arthur le había producido al enterarla de que en el instante de su tormento él había estado con Viola. Confiaba en su marido casi tanto como lo amaba; pero ahora que iba a abandonar este mundo para siempre, su hermana le inspiraba un escalofriante horror. En el fondo sabía que Viola nunca había dejado de envidiarle su buena suerte; y un año de feliz seguridad no había borrado la imagen de la joven ataviada con sus galas nupciales y sonriendo con imaginado triunfo. Ahora que Arthur iba a quedar solo, ¿qué no haría Viola? Era hermosa, era insinuante; ¿qué artificios no utilizaría, qué impresión no causaría en el melancólico corazón del joven? En silencio la señora Lloyd miró a su marido. Resultaba difícil, pensándolo bien, dudar de su fidelidad. Sus hermosos ojos rebosaban de lágrimas; su rostro se convulsionaba por los sollozos; el asimiento de sus manos era cálido y apasionado. ¡Cuán noble parecía, cuán tierno, cuán fiel y devoto! “No -pensó Perdita-, no está hecho para una mujer como Viola. Jamás me olvidará. Ni realmente Viola lo ama: lo único que ama es el lujo y los vestidos y las joyas.” Y posó la mirada sobre sus pálidas manos propias, que la generosidad de su marido había cubierto de anillos, y sobre los fruncidos de encaje que formaban el reborde de su camisón. “Viola me envidia más los anillos y los encajes que a mi marido.”


En aquel momento el pensar en la rapacidad de su hermana semejó proyectar una negra sombra entre ella y la indefensa figura de su hijita.


-Arthur -dijo-, tienes que quitarme todos los anillos. No deseo ser enterrada con ellos puestos. Algún día mi hija los llevará: mis anillos y mis encajes y sedas. Hoy he hecho que los sacaran y me los mostraran. Es un magnífico vestuario, no hay ninguno comparable en toda la provincia; puedo decirlo sin vanidad ahora que ya no será mío. Será un magnífico legado para mi hija cuando se haga mayor. En él hay cosas que un hombre no puede comprar dos veces, y si se pierden no hay medio de volver a tenerlas. Conque guárdalas bien. Una docena de ellas se las lego a Viola: ya se las he especificado a mi madre. Le doy aquel vestido de seda recamado de azul y plata; es perfecto para ella; yo sólo lo llevé una vez, no me sentaba nada bien. Pero lo demás debe ser guardado como oro en paño para esta pequeña inocente. Es providencial que su color sea el mismo que el mío; podrá llevar mis vestidos; tiene los ojos de su madre. Ya sabes que las modas se repiten cada veinte años. Podrá llevar mis vestidos sin retocarlos. Hasta que crezca lo suficiente, reposarán envueltos en alcanfor y pétalos de rosa, y conservarán sus colores en la dulcemente perfumada oscuridad. Tendrá el pelo negro, se vestirá con mi satén granate. ¿Me lo prometes, Arthur?


-¿Qué he de prometerte, cariño?


-Prométeme que preservarás los vestidos de tu pobre esposa.


-¿Acaso temes que los venda?


-No, sino que se pierdan. Mi madre los envolverá adecuadamente y tú los guardarás con doble cerradura. ¿Te acuerdas del gran baúl que hay en el ático, reforzado con hierro? Es enorme e inviolable. Ahí podrás meterlos todos. Mi madre y el ama de llaves lo harán y te entregarán la llave. Y tú guardarás la llave en tu secreter y jamás se la entregarás a nadie que no sea tu hija. ¿Me lo prometes?


-Oh, sí, te lo prometo -dijo Lloyd, desconcertado ante la intensidad con que su esposa parecía aferrada a aquel plan.


-¿Lo juras? -insistió Perdita.


-Sí, lo juro.


-Bien..., confío en ti.... confío en ti -dijo la pobre mujer, mirándolo a los ojos con una mirada en que él, si hubiera intuido las vagas aprensiones de ella, habría podido leer una advertencia no menos que una súplica.


Lloyd sobrellevó su pérdida con entereza y hombría. Un mes después de la muerte de su esposa, en el decurso de sus negocios, surgieron circunstancias que le ofrecieron la oportunidad de viajar a Inglaterra. Abrazó tal oportunidad como un remedio contra la tristeza. Estuvo ausente casi un año, durante el cual su hijita quedó bajo los tiernos cuidados y mimos de la abuela. A su regreso volvió a abrir de par en par las puertas de su casa y proclamó su intención de reincorporarse a la vida social como en la época de su esposa. Muy pronto oyéronse predicciones de que no tardaría en casarse de nuevo, y hubo por lo menos una docena de muchachas de quienes se puede decir que no fue por culpa de ellas si, durante seis meses tras su regreso, la predicción se incumplió. Durante este intervalo su hijita siguió en manos de la señora Willoughby, pues ésta le aseveró a su yerno que un cambio de residencia a tan temprana edad era arriesgado para la salud. Finalmente, empero, él declaró que su corazón ansiaba la presencia de la pequeña y que debía serle reintegrada. Mandó su carruaje y su ama de llaves para recogerla. A la señora Willoughby le entró terror de que a su nietecita le ocurriera algún percance por el camino; y, ante la manifestación de tal sentimiento, Viola se ofreció a acompañarla durante el viaje. Podría regresar al día siguiente. Así es que marchó a Boston con su sobrinita, y el señor Lloyd se la encontró ante el umbral de su casa, emocionado de gratitud ante su amabilidad. En vez de regresar al día siguiente, Viola se quedó allí toda la semana; y cuando por fin volvió a su casa, sólo lo hizo para llevarse algunas de sus cosas. Arthur y la niña no querían ni oír hablar de su marcha. La pequeña lloraba y gemía si Viola la dejaba; y ante la visión de su decaimiento Arthur enloquecía y juraba que también ella iba a morir. En definitiva, nada los tranquilizaba excepto que Viola se quedara hasta que la criaturita se hubiere acostumbrado a las caras desconocidas.


El acostumbramiento tardó dos meses en producirse; pues no fue sino hasta que hubo transcurrido este plazo cuando Viola se despidió de su cuñado. La señora Willoughby se había incomodado e irritado ante la prolongada ausencia de su hija: había declarado que no era decorosa y que estaba siendo la comidilla de toda la región. Había transigido únicamente porque, sin la presencia de la joven, su hogar gozó de un inusitado período de paz. Bernard Willoughby continuaba viviendo en casa de su madre, junto con su esposa, y entre ésta y su cuñada existía una amarga hostilidad. Puede que Viola no fuese ningún ángel; pero en los asuntos cotidianos de la vida era una muchacha de suficiente buen talante, y aunque se peleaba con la mujer de Bernard no era sin mediar provocación. Que se peleaba, sin embargo, era algo sobre lo cual no cabía duda, para gran enojo no sólo de su antagonista, sino también de los dos espectadores de estos continuos altercados. Por consiguiente, el vivir en el hogar de su cuñado habría sido delicioso aunque sólo fuera porque así podía apartarse del objeto de sus antipatías en el hogar materno. Lo era doblemente -lo era diez veces más- por cuanto la mantenía cerca del objeto de su antigua pasión. Las reflexiones de la señora Lloyd se habían quedado lejísimos de la verdad, en lo tocante a lo que por su marido sentía Viola. Había sido una pasión al principio y una pasión seguía siendo: una pasión los efluvios de cuyo radiante calor no tardó en notar el señor Lloyd, atemperados para acomodarse al delicado estado de los sentimientos de éste. Como ya he dicho, Lloyd no era ningún dechado; no entraba en su naturaleza guardar una fidelidad eterna. Aún no había compartido muchos días su hogar con su cuñada cuando comenzó a aseverarse para sus adentros que ésta era, como se solía decir en aquel tiempo, diabólicamente atractiva. No es preciso investigar si realmente Viola puso en práctica aquellos insidiosos artificios que su hermana se había sentido tentada de atribuirle. Baste decir que siempre hallaba el modo de aparecerse en su aspecto más favorecedor. Todas las mañanas se sentaba junto a la gran chimenea del comedor, con una labor de ganchillo, mientras a sus pies su sobrinita retozaba sobre la alfombra, o sobre la cola de su vestido, y jugaba con sus ovillos de lana. Muy insensible habría sido Lloyd si hubiese permanecido indiferente a las ricas sugerencias de aquel cuadro encantador. Adoraba portentosamente a su hijita, y nunca se cansaba de cogerla en brazos y de lanzarla al aire para volver a recogerla, haciéndola gorjear de alegría. No pocas veces, sin embargo, se permitía mayores libertades de lo que por ahora la pequeña estaba dispuesta a tolerar, y ésta vociferaba súbitamente su desagrado. Entonces Viola depositaba la labor y tendía sus bellas manos con la grave sonrisa de una joven cuya virginal imaginación le hubiera revelado todas las artes apaciguadoras de una madre. Lloyd le entregaba la niña, sus miradas se encontraban, sus manos se rozaban, y Viola apagaba los infantiles sollozos sobre los níveos pliegues del tocado que cruzaba su pechera. Su dignidad era perfecta, y nada podía ser menos intrusivo que el modo en que hacía uso de la hospitalidad de su cuñado. Casi se habría podido decir, quizá, que en su reserva había algo de hosquedad. Lloyd experimentaba la provocativa sensación de que ella estaba en la casa y sin embargo era inabordable. Media hora después de la cena, al mismísimo inicio de las largas veladas invernales, ella encendía su vela, le hacía una asaz respetuosa reverencia al joven y marchaba a acostarse. Si esto eran artificios, Viola era una gran artífice. Pero el efecto de los mismos era tan suave, tan paulatino, estaban calculados para influir sobre el alma del joven viudo con un crescendo tan exquisitamente matizado, que, como ya ha visto el lector, hicieron falta varias semanas para que Viola principiara a sentirse segura de que sus ganancias habrían de compensar su desembolso. Una vez que adquirió esta convicción interior, hizo el equipaje y regresó a casa de su madre. Allí esperó durante tres días; al cuarto, el señor Lloyd hizo su aparición: un respetuoso pero apasionado pretendiente. Viola lo escuchó hasta el final con gran humildad y lo aceptó con infinito recato. Es difícil creer que la señora Lloyd le habría perdonado esto a su marido; mas si algo habría podido desarmar su resentimiento habría sido la ceremoniosa continencia de aquella entrevista. Viola le impuso a su novio un brevísimo periodo de noviazgo. Se casaron, como convenía, en la más estricta intimidad, casi en secreto... con la esperanza, tal vez, como a la sazón alguien sugirió maliciosamente, de que la anterior señora Lloyd no llegara a enterarse.


Según toda apariencia el casamiento era venturoso, y cada una de las partes obtenía lo que había deseado: Lloyd una mujer “diabólicamente atractiva”, y Viola... pero hasta ahora los deseos de Viola, como habrá advertido el lector, tienen mucho de misteriosos. En su mutua felicidad hubo, a la hora de la verdad, dos sombras; pero el tiempo podría, acaso, desvanecerlas. Durante los primeros tres años de su matrimonio la señora Lloyd no consiguió ser madre, y por su parte su marido sufrió grandes descalabros económicos. Esta última circunstancia motivó una drástica reducción de gastos, y por fuerza Viola no pudo llevar la vida de una gran dama en la misma medida que su hermana. Se las industrió, no obstante, para representar con ininterrumpida constancia el papel de mujer elegante, aunque hay que confesar que ello requería el despliegue de un ingenio mayor de lo que corresponde a un auténtico sosiego aristocrático. Desde hacía mucho tiempo había comprobado que el suntuoso vestuario de su hermana había sido secuestrado en beneficio de su hija y estaba languideciendo en la desagradecida oscuridad del polvoriento ático. Era indignante pensar que aquellas gloriosas telas esperarían hasta que las reclamase una niña que se sentaba en una sillita y tomaba leche con migas en una cuchara de madera. Viola tuvo el buen gusto, empero, de no hablar del asunto hasta que hubieron expirado varios meses. Entonces, por fin, tímidamente abordó a su marido. ¿No era una lástima que se estropearan tantos vestidos tan hermosos? Pues se estropearían, sin duda, comidos por la polilla, descoloridos por el tiempo y devaluados por los cambios de las modas. Pero Lloyd le ofrendó una negativa tan abrupta y perentoria que ella comprendió que por el momento su aspiración era vana. Transcurrieron seis meses, sin embargo, que trajeron consigo nuevas necesidades y nuevas ocurrencias. Los pensamientos de Viola se cernían ávidamente sobre las reliquias de su hermana. Subió a examinar el baúl del cual eran prisioneras. En sus tres grandes candados y sus refuerzos de hierro hubo un hosco desafío, que no logró sino acrecentar sus ansias. Había algo exasperante en su incorruptible inviolabilidad. El baúl era como un viejo sirviente canoso y severo que se obstinara en no revelar un secreto de familia. Y además sus vastas dimensiones sugerían un copioso contenido, y cuando Viola golpeó su costado con la punta de la zapatilla se produjo un sonido de estar lleno a rebosar, que la hizo sofocarse de impotentes anhelos.


-¡Es absurdo! -exclamó-. ¡Es una ridiculez, una iniquidad! -Y en el acto determinó llevar a cabo otra tentativa ante su marido. Al día siguiente, después del almuerzo, cuando él se hubo tomado su vino, osadamente ella volvió a la carga. Pero él la interrumpió con gran sequedad:


-De una vez por todas, Viola -dijo-, no hay nada que discutir. Me sentiré gravemente disgustado si vuelves a hablarme de ese asunto.


-Qué bien -dijo Viola-. Me resulta muy agradable enterarme de la valía que se me atribuye. ¡Cielo santo -gritó-, qué mujer tan feliz soy! ¡Es maravilloso sentirse sacrificada a un capricho! -Y sus ojos se llenaron de lágrimas de rabia y decepción.


Lloyd sentía el natural horror de un hombre bueno a los sollozos de una mujer, y probó -puedo decir condescendió- a explicarse:


-No es un capricho, cariño, es una promesa -dijo-, un juramento.


-¿Un juramento? ¡Bonito motivo de juramentos! Y ¿a quién, si puede saberse?


-A Perdita -dijo el joven, alzando la mirada un instante, pero bajándola de inmediato.


-¡Perdita, ah, Perdita! -Y se desbordó el llanto de Viola. Su pecho se estremeció en tempestuosos sollozos: unos sollozos que eran la retardada reproducción del violento acceso de llanto que la invadiera la noche en que se enteró del compromiso de su hermana. Se había figurado, en sus mejores momentos, que sus celos habían desaparecido; mas he aquí que volvían a hervir tan fieros como siempre-. Y, si me haces el favor, ¿qué derecho -gritó- tenía Perdita a disponer de mi futuro? ¿Qué derecho tenía a obligarte a la mezquindad y la crueldad? ¡Ah, qué digno lugar ocupo y qué bonito papel represento! ¡Tengo que conformarme con lo que Perdita dejó! Y ¿qué es lo que dejó? ¡Hasta ahora no lo había sabido! ¡Nada, nada, nada!


Esto fue un razonamiento muy endeble, pero un apasionamiento muy efectivo. Lloyd pasó el brazo alrededor del talle de su esposa y trató de darle un beso, pero Viola lo rechazó con olímpico desdén. ¡Pobre hombre! Había ambicionado una mujer “diabólicamente atractiva”, y la había conseguido. Fue insoportable aquel desdén. Salió de la estancia mientras le zumbaban los oídos, indeciso, turbado. Ante él estaba el secreter, y en éste la sagrada llave con que su propia mano había echado el triple cerrojo. Se acercó y lo abrió, y extrajo de un cajón secreto la llave, envuelta en un paquetito que él mismo había sellado con su propio noble blasón heráldico. Teneo, rezaba la divisa: “Yo guardo.” Pero no se atrevió a devolverla a su escondite. La arrojó sobre la mesa ante su esposa.


-¡Quédatela! -gritó ella-. No la quiero. ¡La odio!


-Yo me lavo las manos de este asunto -dijo su marido-. ¡Dios me perdone!


Despectivamente la señora Lloyd se encogió de hombros y se fue de la estancia, mientras el joven se retiraba por otra puerta. Diez minutos más tarde la señora Lloyd volvió y encontró la estancia ocupada por su pequeña hijastra y la niñera. La llave no estaba sobre la mesa. Miró a la niña. La niña estaba subida en una silla, con el paquetito en las manos. Había roto el sello con sus propios deditos. Prestamente la señora Lloyd se apoderó de la llave.


A la hora habitual de la cena Arthur Lloyd regresó de su contaduría. Era el mes de junio y mientras la cena se servía todavía duraba la luz diurna. La comida estaba sobre la mesa, pero la señora Lloyd no comparecía. El criado a quien su señor envió en su busca, volvió diciendo que estaba vacía la habitación de su señora y que las sirvientas lo habían informado de que no había sido vista desde el almuerzo. Lo cierto es que se habían apercibido de su rostro lloroso y, suponiendo que se habría encerrado en su habitación, no habían querido molestarla. Su marido la llamó por su nombre por diversas partes de la casa, pero sin obtener respuesta. Por último se le ocurrió que tal vez la hallaría si se encaminaba al ático. La idea le produjo una extraña sensación de malestar, y les ordenó a los criados que permanecieran en la planta baja, no deseando ningún testigo de su búsqueda. Llegó al pie de las escaleras que conducían al piso superior y se detuvo con la mano en la barandilla, voceando el nombre de su esposa. Le tembló la voz. Llamó de nuevo, en tono más alto y firme. El único sonido que rompió el absoluto silencio fue un débil eco de su propia voz, que repetía su llamada bajo el gran alero. Pese a todo se sintió irresistiblemente impulsado a subir las escaleras. Desembocaban en una amplia sala, flanqueada de armarios de madera y rematada por una ventana orientada a poniente, que dejaba pasar los últimos rayos solares. Ante la ventana estaba el enorme baúl. Ante el baúl, arrodillada, el joven vio con asombro y horror la figura de su esposa. Al instante salvó la distancia que los separaba, privado del habla. La tapa del baúl estaba abierta, exhibiendo, entre perfumadas fundas, su tesoro de telas y joyas. Viola había caído hacia atrás mientras permanecía arrodillada, y había quedado con una mano apoyada en el suelo y la otra oprimida contra el corazón. En sus extremidades había la rigidez de la muerte, y en su rostro, a la moribunda luz del sol, el terror de algo más poderoso que la muerte. Sus labios estaban entreabiertos en súplica, en consternación, en agonía; y en su exangüe cuello destacaban las horrendas huellas de los dedos de dos vengativas manos fantasmales.