martes, 1 de julio de 2014

LA LUNA EN ESTÍO (Andrés Ibáñez)


Ha llegado el estío. Los jóvenes se tienden a la sombra de los álamos y contemplan cómo las mujeres de la aldea descienden en hilera a través de las altas hierbas para lavar la ropa en las piedras blancas de la orilla del río. Una de ellas, acalorada, se suelta un poco las ropas y, entonces, en el afán de su tarea, uno de sus pequeños senos se hace visible. Y uno de los jóvenes, que está enamorado de ella en secreto, se siente poseído por la tristeza y piensa que acaba de contemplar, en mitad del día, la luna inalcanzable.

EL ALIMENTO DEL ARTISTA (Enrique Serna)



Dirá usted que de dónde tanta confiancita, que de cuál fumó esta cigarrera tan vieja y tan habladora, pero es que le quería pedir algo un poco especial, cómo le diré, un favor extraño, y como no me gustan los malentendidos prefiero empezar desde el principio ¿no?, ponerlo en antecedentes. Usted tiene cara de buena persona, por eso me animé a molestarlo, no crea que a cualquiera le cuento mi vida, sólo a gentes con educación, con experiencia, que se vea que entienden las cosas del sentimiento.

Le decía pues que recién llegada de Pinotepa trabajé aquí en El Sarape, de esto hará veintitantos años, cuando el cabaret era otra cosa. Teníamos un show de calidad, ensayábamos nuestras coreografías, no como ahora que las chicas salen a desnudarse como Dios les da a entender. Mire, no es por agraviar a las jóvenes pero antes había más respeto al público, más cariño por la profesión. Claro que también la clientela era diferente, venían turistas de todo el mundo, suizos, franceses, ingleses, así daba gusto salir a la pista. Yo entiendo a las muchachas de ahora, no crea. ¿Para qué le van a dar margaritas a los puercos? Los de Acapulco todavía se comportan, pero llega cada chilango que dan ganas de sacarlo a patadas, oiga, nomás vienen a la zona a molestar a las artistas, a gritarles de chingaderas, y lo peor es que a la mera hora no se van con ninguna, yo francamente no sé a qué vienen.

Pues bueno, aquí donde me ve tenía un cuerpazo. Empecé haciendo un número afroantillano, ya sabe, menear las caderas y revolcarme en el suelo como lagartija, zangoloteándome toda, un poco al estilo de Tongolele pero más salvaje. Tenía mucho éxito, no es por nada pero merecía cerrar la variedad, yo me daba cuenta porque los hombres veían mi show en silencio, atarantados de calentura, en cambio a Berenice, la dizque estrella del espectáculo, cada vez que se quitaba una prenda le gritaban mamacita, bizcocho, te pongo casa, o sea que los ponía nerviosos por falta de recursos, y es que la pobre no sabía moverse, muy blanca de su piel y muy platinada pero de arte, cero.

Fue por envidia suya que me obligaron a cambiar el número. No aguantó que yo le hiciera sombra. Según don Sabás, un gordo que administraba el cabaret pero no era el dueño, el dueño era el amante de Berenice, por algo sé de dónde vino la intriga, según ese pinche barrigón, que en paz descanse, mi número no gustaba. ¡Hágame usted el favor! Para qué le cuento cómo me sentí. Estaba negra. Eso te sacas por profesional, pensé, por tener alma de artista y no alma de puta. Ganas no me faltaron de gritarle su precio a Sabás y a todo el mundo, pero encendí un cigarro y dije cálmate, no hagas un escándalo que te cierre las puertas del medio, primero escucha lo que te propone el gordo y si no va contra tu dignidad, acéptalo.

Me propuso actuar de pareja con un bailarín, fingir que hacíamos el acto sexual en el escenario, ve que ahora ese show lo dan dondequiera pero entonces era novedad, él acababa de verlo en Tijuana y le parecía un tiro. La idea no me hizo mucha gracia, para qué le voy a mentir, era como bajar de la danza a la pornografía, pero me discipliné porque lo que más me importaba era darle una lección a la Berenice ¿no?, chigármela en su propio terreno, que viera que yo no sólo para las maromas servía. En los ensayos me pusieron de pareja a un bailarín muy guapo, Eleazar creo se llamaba, lo escogieron a propósito porque de todos los del Sarape era el menos afeminado, tenía espaldotas de lanchero, mostacho, cejas a la Pedro Armendáriz. Lástima de hombrón. El pobre no me daba el ancho, nunca nos compenetramos. Era demasiado frío, sentía que me agarraba con pinzas, como si me tuviera miedo, y yo necesitaba entrar un poco en papel para proyectar placer en el escenario ¿no? Bueno, pues gracias a Dios la noche del debut Eleazar no se presentó en el Sarape. El día anterior se fue con un gringo que le puso un pent-house en Los Angeles, el cabrón tenía matrimonio en puerta, por algo no se concentraba. Nos fuimos a enterar cuando ya era imposible cancelar el show, así que me mandaron a la guerra con un suplente, Gamaliel, que más o menos sabía cómo iba la cosa por haber visto los ensayos pero era una loca de lo más quebrada, toda una dama, se lo juro. Sabás le hacía la broma de aventarle unas llaves porque siempre se le caían, y para levantarlas se agachaba como si trajera falda, pasándose una mano por las nalgas, muy modosito él. Por suerte se me prendió el foco y pensé, bueno, en vez de hacer lo que tenías ensayado mejor improvisa, no te sometas al recio manejo del hombre ahora que ni hombre hay, haz como si el hombre fuera tú y la sedujeras a esta loca.

Santo remedio. Gamaliel empezó un poco destanteado, yo le restregaba los pechos en la cara y él haga de cuenta que se le venía el mundo encima, no hallaba de dónde agarrarme, pero apenas empecé a fajármelo despacito, maternalmente, apenas le di confianza y me puse a jugar con él como su amiga cariñosa, fui notando que se relajaba y hasta se divertía con el manoseo, tanto que a medio show él tomo la iniciativa y se puso a dizque penetrarme con mucho estilo, siguiendo con la pelvis la cadencia del mambo en sax mientras yo lo estimulaba con suaves movimientos de gata. Estaba Gamaliel metido entre mis piernas, yo le rascaba la espalda con las uñas de los pies y de pronto sentí que algo duro tocaba mi sexo como queriendo entrar a la fuerza. Vi a Gamaliel con otra cara, con cara de no reconocerse a sí mismo, y entonces la vanidad de mujer se me subió a la cabeza, me creí domadora de jotos o no sé qué y empecé a sentirme de veras lujuriosa, de veras lesbiana, mordí a Gamaliel en una oreja, le saqué sangre y si no se acaba la música por Dios que nos ponemos a darle de verdad enfrente de todo el mundo.

Nos ovacionaron como cinco minutos, lo recuerdo muy bien porque al salir la tercera vez a recibir los aplausos Gamaliel me jaló del brazo para meterme por la cortina y a tirones me llevó hasta mi camerino porque ya no se aguantaba las ganas. Tampoco yo, para ser sincera. Caímos en el sofá encima de mis trajes y ahí completamos lo que habíamos empezado en la pista pero esta vez llegando hasta el fin, desgarrándonos las mallas, oyendo todavía el aplauso que ahora parecía sonar dentro de nosotros como si toda la excitación del público se nos hubiera metido al cuerpo, como si nos corrieran aplausos por las venas.

Después Gamaliel estuvo sin hablarme no sé cuántos días, muerto de pena por el desfiguro. Hasta los meseros se habían dado cuenta de lo que hicimos y comenzaron a hacerle burla, no que te gustaba la coca cola hervida, chale, ya te salió lo bicicleto, lo molestaban tanto al pobre que yo le dije a Sabás oye, controla a tu gente, no quiero perder a mi pareja por culpa de estos mugrosos. En el escenario seguíamos acoplándonos de maravilla pero él ahora no se soltaba, tenía los ojos ausentes, la piel como entumida, guardaba las distancias para no pasarse de la raya y esa resistencia suya me alebrestaba el orgullo porque se lo confieso, Gamaliel me había gustado mucho en el camerino y a fuerzas quería llevármelo otra vez de trofeo pero qué esperanza, él seguía tan profesional, tan serio, tan en lo suyo que al cabo de un tiempo dije olvídalo, éste nada mas fue hombre de un día.

Cuál no sería mi sorpresa cuando a los dos meses o algo así de que habíamos debutado me lo encuentro a la salida del Sarape, ya de mañana, borracho y con una rosa de plástico en la mano, diciendo que me había esperado toda la noche porque ya no soportaba el martirio de quererme. Dicen que los artistas no se deben enamorar, pero yo al amor nunca le saqué la vuelta, quién sabe si por eso acabé tan jodida. Gamaliel se vino a vivir conmigo al cuarto que tenía en el hotel Oviedo. Aunque nos veíamos diario cada vez nos gustábamos más. Lo de hacer el amor después del show se nos hizo costumbre, a veces ni cerrábamos la puerta del camerino de tanta prisa. Y cuidado con oír aplausos en otra parte, yo no sé qué nos pasaba, con decirle que hasta viendo la televisión, cuando el locutor pedía un fuerte aplauso para Sonia López o Los Rufino, ya nomás con eso sentíamos hormigas en la carne. El amor iba muy bien pero al profesionalismo se lo llevó la trampa. Gamaliel resultó celoso. No le gustaba que fichara, me quería suya de tiempo completo. Para colmo se ofendía con los clientes que lo albureaban, y es que seguía siendo tan amanerado como antes y algunos borrachos le gritaban de cosas, que ese caldo no tiene chile, que las recojo a las dos, pinches culeros, apuesto que ni se les paraba, ninguno de ellos me hubiera cumplido como Gamaliel. Llegó el día en que no pudo con la rabia y se agarró a golpes con un pelirrojo de barbas que se lo traía de encargo. El pelirrojo era compadre del gobernador y amenazó con clausurar el Sarape. Sabás quiso correr a Gamaliel solo pero yo dije ni madres, hay que ser parejos, o nos quedamos juntos o nos largamos los dos.

Nos largamos los dos. En la zona de Acapulco ya no quisieron darnos trabajo, que por revoltosos. Fuimos a México y al poco rato de andar pidiendo chamba nos contrataron en El Club de los Artistas, que entonces era un sitio de catego. Por sugerencia del gerente modernizamos el show. Ahora nos llamábamos Adán y Eva y salíamos a escena con hojas de parra. El acompañamiento era bien acá. Empezaba con acordes de arpa, o sea, música del amor puro, inocente, pero cuando Gamaliel mordía la manzana que yo le daba se nos metía el demonio a los dos con el requintazo de Santana. Ganábamos buenos centavos porque aparte del sueldo nos pagaban por actuar en orgías de políticos. Se creían muy depravados pero daban risa. Mire, a mí esos tipos que se calientan a costa del sudor ajeno más bien me dan compasión, haga de cuenta que les daba limosna, sobras de mi placer. En cambio a Gamaliel no le gustaba que anduviéramos en el deprave. Ahora le había entrado el remordimiento, se ponía chípil por cualquier cosa. Es que no tenemos intimidad, me decía, estoy harto de que nos vean esos pendejos, a poco les gustaría que yo los viera con sus esposas.

Aprovechando que teníamos nuestros buenos ahorros decidimos retirarnos de la farándula. Gamaliel entró a trabajar de manicurista en una peluquería, yo cuidaba el departamento que teníamos en la Doctores y empezamos a hacer la vida normal de una pareja decente, comer en casa, ir al cine, acostarse temprano, domingos en La Marquesa, o sea, una vida triste y desgraciada. Triste y desgraciada porque al fin y al cabo la carne manda y ahora Gamaliel se había quedado impotente, me hacía el amor una vez cada mil años, malhumorado, como a la fuerza ¿y sabe por qué? Porque le faltaba público, extrañaba el aplauso que es el alimento del artista. Será por la famosa intuición femenina pero yo enseguida me di cuenta de lo que nos pasaba, en cambio Gamaliel no quería reconocerlo, él decía que ni loco de volver a subirse a un escenario, que de manicurista estaba muy a gusto, y pues yo a sufrir en la decencia como mujercita abnegada hasta que descubrí que Gamaliel había vuelto a su antigua querencia y andaba de resbaloso con los clientes de la peluquería.

Eso sí que no lo pude soportar. Le dije que o regresábamos al telón o cada quién jalaba por su lado. Se puso a echar espuma por la boca, nunca lo había visto tan furioso, empezó a morderse los puños, a gritarme que yo con qué derecho le quería gobernar la vida si a él las viejas ni le gustaban, pinches viejas. Pues entonces por qué me regalaste la rosa de plástico, le reclamé, por qué te fuiste a vivir conmigo, hijo de la chingada. Con eso lo ablandé. Poco a poco se le fue pasando el coraje, luego se soltó a chillar y acabó pidiéndome perdón de rodillas, como en las películas, jurando que nunca me dejaría, ni aunque termináramos en el último congal del infierno.

Como en la capital ya estábamos muy vistos fuimos a recorrer la zona petrolera, Coatzacualcos, Reynosa, Poza Rica, ve que por allá la gente se gasta el dinero bien y bonito. Los primeros años ganamos harta lana. El problema fue que Gamaliel empezó a meterle en serio a la bebida. Se le notaba lo borracho en el show, a veces no podía cargarme o se iba tambaleando contra las mesas. El público lógicamente protestaba y yo a la greña con los empresarios que me pedían cambiarlo por otro bailarín. Una vez en Tuxpan armamos el escándalo del siglo. Yo esa noche también traía mis copas y nunca supe bien qué pasó, de plano se nos olvidó la gente, creíamos que ya estábamos en el camerino cogiendo muy quitados de la pena cuando en eso se trepan a la pista unos tipos malencarados que me querían violar, yo también quiero, mamita, dame chance, gritaban con la cosa fuera. Tras ellos se dejó venir la policía dando macanazos, madres, a mí me tocó uno, mire la cicatriz aquí en la ceja, se armó una bronca de todos contra todos, no sé a quién le clavaron un picahielo y acabamos Adán y Eva en una cárcel que parecía gallinero, sepárenlos, decía el sargento, a esos dos no me los pongan juntos que son como perros en celo.

Ahí empezó nuestra decadencia. Los dueños de centros nocturnos son una mafia, todos se conocen y cuando hay un desmadre como ése luego luego se pasan la información. Ya en ningún lado nos querían contratar, nomás en esos jacalones de las ciudades perdidas que trabajan sin permiso. Además de peligroso era humillante actuar ahí, sobre todo después de haber triunfado en sitios de categoría. En piso de tierra nuestro show se acorrientaba y encima yo acababa llena de raspones. Intentamos otra vez el retiro pero no se pudo, el arte se lleva en la sangre y a esas alturas ya estábamos empantanados en el vicio de que nos aplaudieran. Cuando pedíamos trabajo se notaba que le teníamos demasiado amor a las candilejas, íbamos de a tiro como limosneros, dispuestos a aceptar sueldos de hambre, dos o tres mil pesos por noche, y eso de perder la dignidad es lo peor que le puede pasar a un artista. Luego agréguele que la mala vida nos había desfigurado los cuerpos. Andábamos por los cuarenta, Gamaliel había echado panza, yo no podía con la celulitis, un desastre, pues. De buena fe nos decían que por qué no cantábamos en vez de seguir culeando. Tenían razón, pero ni modo de confesarles que sin público nada de nada.



Para no hacer el cuento largo acabamos trabajando gratis. De exhibicionistas nadie nos bajaba. Por lástima, en algunas piqueras de mala suerte nos dejaban salir un rato al principio de la variedad, y eso cuando había poca gente. Nos ganábamos la vida vendiendo telas, joyas de fantasía, relojes que llevábamos de pueblo en pueblo. Así anduvimos no sé cuánto tiempo hasta que un día dijimos bueno, para qué trajinamos tanto si en Acapulco tenemos amigos, vámonos a vivir allá, y aquí nos tiene desde hace tres años, a Dios gracias con buena salud, trabajando para Berenice que ahora es la dueña del Sarape, mírela en la caja cómo cuenta sus millones la pinche vieja. Gamaliel es el señor que recoge los tacones a las vedettes, ¿ya lo vio?, el canoso de la cortina. Guapo ¿verdad? Tiene cincuenta y cuatro pero parece de cuarenta, o será que yo lo veo con ojos de amor. ¿A poco no es bonito querer así? No hace falta que me dé la razón, a leguas se ve que usted sí comprende, por eso le quería contar mi vida, para ver si es tan amable de hacerme un favorcito. Ahí en el pasillo, detrás de las cajas de refresco, tenemos nuestro cuarto Gamaliel y yo. Tenga, es todo lo que traigo, acéptemelo por caridad, ya sé que no es mucho pero tampoco le voy a pedir un sacrificio. Nomás que nos mire, y si se puede, aplauda.

jueves, 26 de junio de 2014

EL PÉNDULO (O' Henry)


―Calle Ochenta y Uno… Dejen bajar, por favor -gritó el pastor de azul.

Un rebaño de ciudadanos salió forcejeando y otro subió forcejeando a su vez. ¡Ding, ding! Los vagones de ganado del Tren Aéreo de Manhattan se alejaron traqueteando, y John Perkins bajó a la deriva por la escalera de la estación, con el resto de las ovejas.

John se encaminó lentamente hacia su departamento. Lentamente, porque en el vocabulario de su vida cotidiana no existía la palabra “quizás”. A un hombre que está casado desde hace dos años y que vive en un departamento no lo esperan sorpresas. Al caminar, John Perkins se profetizaba con lúgubre y abatido cinismo las previstas conclusiones de la monótona jornada.

Katy lo recibiría en la puerta con un beso que tendría sabor a cold cream y a dulce con mantequilla.

Se quitaría el saco, se sentaría sobre un viejo sofá y leería en el vespertino crónicas sobre los rusos y los japoneses asesinados por la mortífera linotipo. La cena comprendería un asado, una ensalada condimentada con un aderezo que se garantizaba no agrietaba ni dañaba el cuero, guiso de ruibarbo y el frasco con mermelada de fresas que se sonrojaba ante el certificado de pureza química que ostentaba su rótulo. Después de la cena, Katy le mostraría el nuevo añadido al cobertor de retazos multicolores que le había regalado el repartidor de hielo, arrancándolo de la manta de su coche. A las siete y media ambos extenderían periódicos sobre los muebles para recoger los fragmentos de yeso que caían cuando el gordo del departamento de arriba iniciaba sus ejercicios de cultura física. A las ocho en punto, Hickey y Mooney, los integrantes de la pareja de varietés (sin contrato) que vivían del otro lado del pasillo, se rendirían a la dulce influencia del delírium trémens y empezarían a derribar sillas, con el espejismo de que Hammerstein los perseguía con un contrato de quinientos dólares semanales. Luego, el caballero que se sentaba junto a la ventana, del otro lado de la escalera, sacaría a relucir su flauta; el escape de gas nocturno huiría para hacer sus travesuras en los caminos; el ascensor se saldría de su cable; el conserje volvería a llevar a los cinco hijos de la señora Janowitski a través del Yalu; la dama de los zapatos color champaña y del terrier Skye bajaría a tropezones la escalera y pegaría su nombre del jueves sobre su timbre y su buzón… y la rutina nocturna de los departamentos Frogmore se pondría en marcha nuevamente.

John Perkins sabía que esas cosas sucederían. Y también sabía que a las ocho y cuarto apelaría a su coraje y tendería la mano hacia su sombrero, y su esposa le diría, con tono quejumbroso:

—Bueno… ¿Adónde vas, John Perkins, puede saberse?

—Creo que le haré una visita al café de MacCloskey -contestaría él-. Y que jugaré un par de partiditas de billar con los muchachos.

En los últimos tiempos, ésa era la costumbre de John Perkins. Volvía a las diez o a las once. A veces, Katy dormía; a veces, lo esperaba, pronta a seguir fundiendo en el crisol de su ira el baño de oro de las labradas cadenas de acero del matrimonio. Por esas cosas, Cupido habrá de responder cuando comparezca ante el sitial de la justicia con sus víctimas de los departamentos Frogmore.

Esa noche, al llegar a su puerta, John Perkins se encontró con un tremendo cambio en la rutina diaria. Ninguna Katy lo esperaba allí con su afectuoso beso de repostería.

En las tres habitaciones parecía reinar un prodigioso desorden. Por todas partes se veían dispersas las cosas de Katy. Zapatos en el centro de la alcoba, tenacillas de rizar, cintas para el cabello, kimonos, una polvera, todo tirado en franco caos sobre el tocador y las sillas… Aquello no era propio de Katy. Con el corazón oprimido, John vio el peine, con una enroscada nube de cabellos castaños de Katy entre los dientes. Una insólita prisa y nerviosidad debía haber hostigado a su mujer, porque Katy depositaba siempre cuidadosamente aquellos rastros de su peinado en el pequeño jarrón azul de la repisa de la chimenea, para formar algún día el codiciado “postizo” femenino.

Del pico de gas pendía en forma visible un papel doblado. John lo desprendió. Era una carta de su esposa, con estas palabras:

Querido John:

Acabo de recibir un telegrama en que me dicen que mamá está enferma de cuidado. Voy a tomar el tren de las 4.30. Mi hermano Sam me esperará en la estación de destino. En la heladera hay carnero frío. Confío en que no será nuevamente su angina. Págale cincuenta centavos al lechero. Mamá tuvo una seria angina en la primavera última. No te olvides de escribirle a la compañía sobre el medidor del gas y tus medias buenas están en la gaveta de arriba. Te escribiré mañana.

Presurosamente,

KATY

Durante sus dos años de matrimonio, Katy y él no se habían separado una sola noche. John releyó varias veces la carta, estupefacto. Aquello destruía una rutina invariable y lo dejaba aturdido.

Allí, sobre el respaldo de la silla, colgaba, patéticamente vacía e informe, la bata roja de lunares negros que ella usaba siempre al preparar la comida. En su prisa, Katy había tirado su ropa por aquí y por allá. Una bolsita de papel de su azúcar con mantequilla favorita yacía con su bramante aun sin desatar. En el suelo estaba desplegado un periódico, bostezando rectangularmente desde el agujero donde recortaran un horario de trenes. Todo lo existente en la habitación hablaba de una pérdida, de una esencia desaparecida, de un alma y vida que se habían esfumado. John Perkins estaba parado entre esos restos sin vida y sentía una extraña desolación.

John comenzó a poner el mayor orden posible en las habitaciones. Cuando tocó los vestidos de Katy, experimentó algo así como un escalofrío de terror. Nunca había pensado en lo que sería la vida sin Katy. Su mujer se había adherido tan indisolublemente a su existencia que era como el aire que respiraba: necesaria pero casi inadvertida. Ahora, sin aviso previo, se había marchado, desaparecido; estaba tan ausente como si nunca hubiese existido. Desde luego, esto sólo duraría unos días, a lo sumo una semana o dos, pero a John le pareció que la mano misma de la muerte había apuntado un dedo hacia su seguro y apacible hogar.

John extrajo el trozo de carnero frío de la heladera, preparó el café y se sentó a cenar solo, frente al desvergonzado certificado de pureza de la mermelada de fresas. Entre las provisiones que sacara, aparecieron los fantasmas de unas carnes asadas y la ensalada con mostaza. Su hogar estaba desmantelado. Una suegra con angina había hecho saltar por los aires sus lares y penates. Después de su solitaria cena, John Perkins se sentó junto a una ventana.

No tenía ganas de fumar. Fuera, la ciudad bramaba invitándolo a plegarse a su danza de locura y placer. La noche estaba a su disposición. Podía andar por ahí sin que le hicieran preguntas y pulsar las cuerdas de la parranda con tanta libertad como cualquier soltero. Podía divertirse y vagabundear y corretear por ahí hasta el alba si se le antojaba: y no lo esperaría ninguna airada Katy, con el cáliz que contenía las heces de su alegría. Si quería, podía jugar al billar en el café de McCloskey con sus jactanciosos amigos hasta que la aurora empacara las luces eléctricas. El yugo del himeneo, que lo doblegara siempre en los departamentos Frogmore, se haría relajado. Katy no estaba.

John Perkins no estaba habituado a analizar sus sentimientos. Pero ahora, sentado en su sala de recibo de 3 X 4, privado de la presencia de Katy, acertó inequívocamente con la clave de su desconsuelo. Ahora sabía que Katy era necesaria para su felicidad. Los sentimientos que le inspiraba su mujer, adormecidos hasta la inconsciencia por el monótono carrusel de la vida doméstica, habían sido conmovidos violentamente por la pérdida de su presencia. ¿Acaso no nos han inculcado el proverbio, el sermón y la fábula la idea de que nunca apreciamos la música hasta que el pájaro de la dulce voz ha volado… u otras manifestaciones no menos floridas y auténticas?

“Me porto con Katy de una manera pérfida -meditó Perkins-. Todas las noches me voy a jugar al billar y a perder el tiempo con los muchachos, en vez de quedarme en casa con ella. ¡La pobre está aquí sola y aburrida, y yo obro así! John Perkins, eres un cochino. Tengo que compensarle a Katy todo el mal que le he hecho. La llevaré de paseo para que se divierta un poco. Y doy por terminadas mis relaciones con la pandilla del McCloskey desde este mismo momento.”

Sí; fuera, la ciudad bramaba, llamándolo a bailar en el séquito de Momo. Y en el café de McCloskey, los muchachos hacían caer las bolas de billar en las troneras, matando el tiempo hasta la partida de casino de la noche. Pero ninguna carambola elegante y ningún chasquido de taco podían regocijar el alma henchida de remordimientos de Perkins, el abandonado. Aquello que era suyo, aquello que asía con mano poco firme y desdeñaba a medias, le había sido arrebatado y él lo quería. Perkins, el de los remordimientos, podía rastrear su genealogía remontándose hasta un hombre llamado Adán, a quien el querubín desalojara del jardín.

Al alcance de la mano derecha de John Perkins, había una silla. Sobre su respaldo pendía una blusa de Katy, que conservaba todavía algo de su contorno. En el centro de sus mangas, se veían las finas arrugas causadas por los movimientos de sus brazos al trabajar por la comodidad y el placer de su marido. Brotaba de la blusa una delicada pero dominadora fragancia a camándulas. John la tomó y miró larga y seriamente la silenciosa tela. Katy nunca había dejado de responderle. Las lágrimas, sí, las lágrimas asomaron a los ojos de John Perkins. Cuando Katy volviera, las cosas cambiarían. Él la compensaría por todo su abandono. ¿Qué era la vida sin ella?

La puerta se abrió y Katy entró con una pequeña maleta. John la miró, estúpidamente.

―¡Caramba! -dijo Katy-. Me alegro de haber vuelto. La enfermedad de mamá carecía de importancia. Sam me esperaba en la estación y dijo que aquello sólo había sido un leve acceso y que mamá se había repuesto a poco de telegrafiarme él. De modo que tomé el primer tren de regreso. Me estoy muriendo por una taza de café.

Nadie oyó el rechinar de los engranajes cuando el número 3 de los departamentos Frogmore volvió al debido Orden de Cosas. Se deslizó una polea, tocaron un resorte, regularon una palanca y los engranajes recomenzaron a girar en su vieja órbita.

John Perkins miró su reloj. Eran las 8:15. Tendió la mano hacia su sombrero y se encaminó hacia la puerta.

―Vamos… ¿Adónde vas, John Perkins, puede saberse? -preguntó Katy, con tono quejumbroso.

―Creo que haré una escapada al café de McCloskey a jugar unas partiditas con los muchachos -dijo John.

MAR (Ana María Matute)


Pobre niño. Tenía las orejas muy grandes, y, cuando se ponía de espaldas a la ventana, se volvían encarnadas. Pobre niño, estaba doblado, amarillo. Vino el hombre que curaba, detrás de sus gafas. “El mar -dijo-; el mar, el mar”. Todo el mundo empezó a hacer maletas y a hablar del mar. Tenían una prisa muy grande. El niño se figuró que el mar era como estar dentro de una caracola grandísima, llena de rumores, cánticos, voces que gritaban muy lejos, con un largo eco. Creía que el mar era alto y verde.

Pero cuando llegó al mar se quedó parado. Su piel, ¡qué extraña era allí! “Madre -dijo, porque sentía vergüenza-, quiero ver hasta dónde me llega el mar”.

Él, que creyó el mar alto y verde, lo veía blanco, como el borde de la cerveza, cosquilleándole, frío, la punta de los pies.

“¡Voy a ver hasta dónde me llega el mar!”. Y anduvo, anduvo, anduvo. El mar, ¡qué cosa rara!, crecía, se volvía azul, violeta. Le llegó a las rodillas. Luego, a la cintura, al pecho, a los labios, a los ojos. Entonces, le entró en las orejas el eco largo, las voces que llaman lejos. Y en los ojos, todo el color. ¡Ah, sí, por fin, el mar era de verdad! Era una grande, inmensa caracola. El mar, verdaderamente, era alto y verde.

Pero los de la orilla no entendían nada de nada. Encima, se ponían a llorar a gritos, y decían: “¡Qué desgracia! ¡Señor, qué gran desgracia!”.

viernes, 20 de junio de 2014

EL MURO (Georges Moustaki)


La cortina de cemento armado oscurecía el paisaje. El muro estaba recién terminado.

- En fin -dijeron aquellos que lo habían concebido y erigido-, ellos se lo han buscado. Querían una patria, la han estado pidiendo durante muchísimos años. Pues bien, ahora ya la tienen. Pero que se queden allí y nos dejen tranquilos.

- Bueno -dijeron los otros-, este muro no es lo ideal, pero era el precio que se debía pagar para tener un hogar propio. Resignémonos.

En ambos lados la gente había terminado por aceptar la decisión de los hombres que ostentaban el poder. Cada uno su bandera, cada uno su territorio.

A lo largo de muchos años, antes del muro e incluso durante la construcción del mismo, había habido periodos de estabilidad, altercados, negociaciones, tensiones, esperanzas, tragedias. A veces incluso algunas tentativas de diálogo: “Yussef, ¿te quedan sandías como las del otro día?” “Sí, Shlomo, te las cambio por naranjas”. Este tipo de trueque gustaba mucho a la gente.

Los soldados, a menudo jóvenes y seductores, miraban de reojo y con interés a las chicas vestidas de colores llamativos, atractivas a su vez a pesar del velo.

Las chicas no eran insensibles a estas miradas cuando pasaban con los ojos bajos, deseando en secreto poder lucir ropas ligeras y dejar al aire su cabellera.

Maldita guerra que lo destruye todo, incluso los ensueños amorosos.

Todo esto se acabó: ya nadie sufre, ya nadie se odia, ya nadie tiene miedo. Durará lo que tenga que durar, pero por lo menos ahora tenemos algo parecido a la paz.

-¿Qué va a ser de nosotros? -se preguntaban los contrabandistas que vivían de pequeños tráficos.

Los trabajadores fronterizos que vendían la fuerza de sus brazos y su tiempo a los de enfrente se vieron de repente abocados al desempleo.

Delate, la gente empezaba a echar de menos el tiempo en que la economía del país se beneficiaba de los bajos salarios de aquellos hombres.

En la no man’s land : hoteles abandonados al viento y a la arena, ya en ruinas, carreteras que se habían vuelto impracticables, bosques desecados, estanques insalubres que ya nadie mantenía. Kilómetros cuadrados de desolación.


- Desolación -

Una mañana de septiembre, Mahmud se despertó temprano para reunirse con sus amigos que observaban las aves migratorias procedentes de Europa. Agotadas después de haber cruzado el mar, las codornices se daban de bruces contra el muro. Los chicos sólo tenían que cogerlas y llevárselas a sus madres, que sabrían cocinarlas mejor que nadie.

Los niños del país de enfrente pronto comprendieron lo que los otros se traían entre manos.

- Mandadnos algunas codornices -gritaban a Mahmud y a su pandilla. En este lado del muro no cae nada…

- ¿Qué me dais a cambio?

- Fruta, tejanos, lo que quieras.

Así es como se estableció un mercado muy productivo para todos. Los sacos y las bolsas volaban de un lado al otro del muro. Esto duró todo el mes de septiembre. Cuando la migración de las aves llegó a su fin, los chiquillos mantuvieron la costumbre de encontrarse al pie del muro.

Se conocían por el sonido de sus voces, pero nunca se habían visto. Luego sintieron la curiosidad de saber un poco más. Como pequeñas termitas, se pusieron a preforar la pared de cemento que los separaba. Apareció una primera brecha.

- La primera brecha -

Los dos grupos de niños pudieron entonces verse por primera vez, maravillados y un poco recelosos. Se presentaron. Sonrieron.

- Podríamos jugar a fútbol -propuso un chiquillo-. No hay nada más que hacer aquí.

La idea les gustó. Unos minutos más tarde se enfrentaban en un campo improvisado, golpeando el balón hasta quedar sin aliento. La cita de las codornices pasó a ser la cita del fútbol.

- El balón de la paz -

Esta iniciativa llamó la atención de los chicos más mayores y de los adultos. La brecha en el muro se convirtió en una especie de chech-point reinventado, unchech-point sin guardias armados, una frontera entreabierta, un corredor por el que uno pasaba para acceder al terreno de juego. Se creó entonces un ambiente amigable, distendido.

Allí, en el corazón de las ciudades, los dirigentes se recuperaban de todas aquellas décadas de lucha. Cuando se enteraron de la existencia de los partidos de fútbol, no supieron cómo reaccionar. Ya nos les quedaban fuerzas para retomar los enfrentamientos y las represiones. La mayoría de los soldados habían vuelto a sus hogares. Las patrullas de vigilancia hacían sus rondas rutinarias y toleraban estos subterfugios creados en la rigidez de la línea de demarcación.

- Cansados de represión -

Poco a poco las brechas se fueron multiplicando, ensanchándose. Decenas, luego centenares de personas llegaron de todas partes para presenciar el milagro logrado por aquellos niños que, desafiando cualquier barrera disuasoria, empezaron a confraternizar. El muro había perdido su impermeabilidad. Los adultos se mezclaron con los pequeños, entablando a su vez conversaciones e intercambios que los devolvían a la época de antes del muro. Éste se había vuelto ahora algo inútil, insignificante.

Las brechas se ensancharon tanto que apenas si quedaban algunos trozos de muro cada vez más dispersos. Las armas habían callado, nacieron nuevas relaciones. La gente se dio cuenta de que era posible vivir todos juntos, en el respeto de la patria del otro. Ninguna incursión más, ningún otro atentado y finalmente ningún muro, destruido palmo a palmo… El muro creado para separar, había terminado por unir.

- Eh, Mahmud, ¿en qué sueñas? ¡Venga, es hora de levantarse! Son las seis y media, las codornices van a empezar a llegar. Hay que ir a esperarlas.

Mahmud abrió los ojos somnolientos. Ah, sí, las codornices, el fútbol, el muro…

AUTÉNTICO AMOR (Isaac Asimov)


Mi nombre es Joe. Así es como me llama mi colega, Milton Davidson. Él es un programador, y yo soy un programa de computadora. Formo parte del complejo Multivac, y estoy conectado con otros componentes esparcidos por todo el mundo. Lo sé todo. Casi todo. Soy el programa privado de Milton. Su Joe. Milton sabe más acerca de programación que cualquiera en el mundo, y yo soy su modelo experimental. Ha conseguido que yo hable mejor que cualquier otra computadora puede hacerlo. 

-Es simplemente cuestión de hacer encajar sonidos con símbolos, Joe -me dijo-. Así es como funciona el cerebro humano, pese a que no sabemos todavía qué símbolos particulares emplea el cerebro. Sé los símbolos que hay en el tuyo, y puedo convertirlos en palabras, uno a uno. De modo que hablo. No creo que hable tan bien como pienso, pero Milton dice que hablo muy bien. Milton no se ha casado nunca, aunque está a punto de cumplir los cuarenta años. Nunca ha encontrado la mujer adecuada, me dice. Un día me comentó: 

-Algún día la encontraré, Joe. Quiero lo mejor. Quiero conseguir el auténtico amor, y tú vas a ayudarme. Estoy cansado de mejorarte a fin de que resuelvas los problemas del mundo. Resuelve mi problema. Encuéntrame el auténtico amor. 

-¿Qué es el auténtico amor? -pregunté yo. 

-No importa. Se trata de una abstracción. Simplemente encuéntrame a la chica ideal. Estás conectado con el complejo de Multivac, de modo que tienes acceso a los bancos de datos de todos los seres humanos del mundo. Resuelve mi problema. Encuéntrame el auténtico amor. 

-Estoy listo -dije. 

-Primero elimina a todos los hombres -dijo él. 

Eso era fácil. Sus palabras activaban símbolos en mis válvulas moleculares. Podía entrar en contacto con los datos acumulados de todos los seres humanos del mundo. Como resultado de aquellas palabras, descarté a 3.784.982.874 hombres.
 
Mantuve el contacto con 3.786.112.090 mujeres. 

-Elimina a todas las menores de veinticinco años -me dijo-; a todas las mayores de cuarenta. Luego elimina a todas las que tengan un CI inferior a 120; a todas las que midan menos de 150 centimetros y más de 175 centimetros de estatura.
 
Fue dándome instrucciones exactas; eliminó a las mujeres con hijos vivos; eliminó a las mujeres con diversas características genéticas. 

-No estoy seguro del color de los ojos -dijo-. Dejemos ese dato por el momento. Pero elimina a las pelirrojas. No me gustan. 

Al cabo de dos semanas, habíamos reducido la lista a 235 mujeres. Todas ellas hablaban correctamente el inglés. Milton dijo que no quería problemas con el idioma. Aunque podía recurrir a la traducción por computadora, eso resultaba un engorro en los tiempos íntimos. 

-No puedo entrevistarme con 235 mujeres -dijo-. Tomaría demasiado tiempo, la gente podría llegar a descubrir lo que estoy haciendo. 

-Eso traería problemas -le advertí. 

Milton había arreglado las cosas de modo que yo pudiera hacer cosas que no estaba diseñado para hacer. Nadie sabía nada al respecto. 

-No es asunto tuyo -dijo él, y su rostro enrojeció ligeramente-. Te diré lo que vamos a hacer, Joe. Te proporcionaré holografías, y comprobarás la lista en busca de similitudes. 

Me alimentó holografías de mujeres. 

-Esas son tres ganadoras de concursos de belleza -dijo-. ¿Alguna de las 235 encaja con ellas? 

Ocho de ellas encajaban, y Milton dijo: 

-Bien, tienes su banco de datos. Estudia las demandas y necesidades del mercado de trabajo y arregla las cosas de modo que sean asignadas temporalmente aquí. Una a una, por supuesto. -Pensó unos instantes, agitó sus hombros arriba y abajo, y dijo-: Por orden alfabético. 

Esta es una de las cosas que no estoy diseñado para hacer. Trasladar a gente de trabajo a trabajo por razones personales es algo llamado manipulación. Puedo hacerlo ahora porque Milton lo agregó así. De todos modos se suponía que solamente lo hacía por él. 

La primera chica llegó una semana más tarde. Milton enrojeció cuando la vió. Habló como si realmente le costara hacerlo. Estuvieron juntos durante mucho rato, y él no prestó la menor atención. En un momento determinado le dijo:
 
-Permítame invitarla a cenar. 

Al día siguiente me informó: 

-De alguna manera, no era lo suficientemente buena. Le faltaba algo. Es una mujer hermosa, pero no capté nada del auténtico amor. Probemos la siguiente.
 
Ocurrió lo mismo con todas las ocho. Eran muy parecidas. Sonreían mucho y tenían voces extremadamente agradables, pero Milton encontraba siempre algo que no encajaba.
 
-No puedo comprenderlo, Joe. Tú y yo hemos escogido a las ocho mujeres de todo el mundo que parecen más adecuadas para mí. Son ideales. ¿Por qué no me gustan? 

-¿Tú les gustas? -pregunté.
 
Alzó las cejas, y dio un puñetazo con una mano en contra la palma de la otra. 

-Eso es, Joe. Es como una calle con dos direcciones. Si yo no soy su ideal, ellas no pueden actuar de tal modo que se conviertan en mi ideal. Yo debo ser también su auténtico amor, pero ¿cómo puedo conseguirlo? -Pareció pensarlo todo el día.
 
A la mañana siguiente vino a mí y dijo: 

-Voy a dejártelo a ti, Joe. Todo a ti. Tienes en tu poder mi banco de datos, y además voy a decirte todo lo que sé de mi mismo. Llenarías mi banco de datos con todos los detalles posibles, pero guarda los añadidos para ti mismo.
 
-¿Qué debo hacer con ese banco de datos, Milton? 

-Lo comparas con los de las 235 mujeres. No, 227. Deja aparte a las ocho que ya hemos visto. Arregla las cosas de modo que se sometan a un examen psiquiatrico. 

Llena sus bancos de datos y compáralos con el mío. Busca correlaciones. 

(Arreglar examenes psiquiátricos es otra de las cosas que están en contra de mis instrucciones originales.) 

Durante semanas, Milton no dejó de hablarme. Me contó de sus padres y de sus demás familiares. Me contó de su infancia y de sus días de escuela y de su adolescencia. Me contó de mujeres jóvenes a las que gabía admirado a distancia.
 
Su banco de datos fue creciendo, y él me ajustó de modo que yo pudiera ampliar y profundizar mi comprensión simbólica. 

-¿Te das cuenta, Joe? A medida que voy introduciendo más y más de mí en ti, te voy ajustando para que encajes mejor conmigo. Si llegas a comprenderme lo suficientemente bien, entonces cualquier mujer cuyo banco de datos puedas comprender perfectamente será mi auténtico amor. 

Siguió hablándome, y yo fui comprendiéndole cada vez mejor y mejor. 

Podía construir frases más largas, y mis expresiones se hacían más y más complicadas. Mi forma de hablar empezó a sonar muy parecida a la suya en vocabulario, sintaxis y estilo. 

En una ocasión le dije: 

-¿Sabes, Milton? No se trata tan sólo de encontrar en una chica un ideal físico. Necesitas una chica que encaje contigo personal, emocional y temperamentalmente. Si eso ocurre, su apariencia es algo secundario. Si no podemos encontrar entre esas 227 la que encaje, entonces buscaremos en otra parte. Encontraremos a alguien a la que no le importe tampoco tu aspecto, si las personalidades encajan. Al fin y al cabo, ¿qué es la apariencia? 

-Absolutamente de acuerdo -dijo-. Hubiera debido darme cuenta de eso si me hubiera relacionado más con mujeres a lo largo de mi vida. Por supuesto, pensar en ellas lo hace ahora todo más claro. 

Siempre estábamos de acuerdo; pensábamos de forma tan parecida. 

-No vamos a tener ningún problema, Milton, si me permites hacerte algunas preguntas. Puedo ver donde hay lagunas y contradicciones en tu banco de datos. 

Lo que siguió, dijo Milton, fue el equivalente de un cuidadoso psicoanálisis. Por supuesto, yo estaba aprendiendo del examen psiquiátrico de las 227 mujeres..., con todas las cuales me mantenía en estrecho contacto. 

Milton parecía completamente feliz. 

Hablar contigo, Joe, es casi como hablar conmigo mismo. Nuestras 
personalidades han empezado a encajar perfectamente. 

-Como lo hará la personalidad de la mujer a la que escojamos. 

Porque ya la había escogido, y después de todo era una de las 227. Su nombre era Charity Jones, y era catalogadora en la Biblioteca de Historia de Wichita. Su banco de datos ampliado encajaba perfectamente con el nuestro. Todas las demás mujeres habían sido desechadas por uno y otro motivo a medida que los bancos de datos iban engrosando, pero con Charity la resonancia era cada vez más perfecta. 

No tuve que describírsela a Milton. Milton Había coordinado tan perfectamente mi simbolismo con el suyo propio que pude transmitirle directamente la resonancia. 

Encajaba conmigo.
 
El siguiente paso fue ajustar las hojas de trabajo y los requerimientos laborales de modo que Charity nos fuera asignada a nosotros. Eso debía hacerse muy delicadamente, de modo que nadie se diera cuenta de que se producía algo ilegal.
 
Por supuesto, Milton lo sabía muy bien, puesto que era él quien lo había arreglado todo y había cuidado de ello. Cuando vinieron a arrestarlo bajo la acusación de abuso de sus atribuciones, fue, afortunadamente, por algo que se había producido hacía diez años. Me había hablado de ello, por supuesto, gracias a lo cual había sido fácil arreglarlo todo..., y él no iba a hablar de mí, porque eso haría que su delito fuera considerado mucho más grave. 

Ahora él ya no está, y mañana es el 14 de febrero, el Día de San Valentín. Charity llegará entonces, con sus frías manos y su dulce voz. Le enseñaré como manejarme y como cuidarme. ¿Qué importa la materia cuando nuestras personalidades resuenan de tal modo? 

Le diré: 

-Soy Joe, y tú eres mi auténtico amor.

martes, 17 de junio de 2014

EL PÁJARO AZUL (Rubén Darío)


París es teatro divertido y terrible. Entre los concurrentes al café Plombier, buenos y decididos muchachos -pintores, escultores, poetas- sí, ¡todos buscando el viejo laurel verde!, ninguno más querido que aquel pobre Garcín, triste casi siempre, buen bebedor de ajenjo, soñador que nunca se emborrachaba, y, como bohemio intachable, bravo improvisador.

En el cuartucho destartalado de nuestras alegres reuniones, guardaba el yeso de las paredes, entre los esbozos y rasgos de futuros Clays, versos, estrofas enteras escritas en la letra echada y gruesa de nuestro amado pájaro azul.

El pájaro azul era el pobre Garcín. ¿No sabéis por qué se llamaba así? Nosotros le bautizamos con ese nombre.

Ello no fue un simple capricho. Aquel excelente muchacho tenía el vino triste. Cuando le preguntábamos por qué cuando todos reíamos como insensatos o como chicuelos, él arrugaba el ceño y miraba fijamente el cielo raso, nos respondía sonriendo con cierta amargura…

-Camaradas: habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro, por consiguiente…

* * *

Sucedía también que gustaba de ir a las campiñas nuevas, al entrar la primavera. El aire del bosque hacía bien a sus pulmones, según nos decía el poeta.

De sus excursiones solía traer ramos de violetas y gruesos cuadernillos de madrigales, escritos al ruido de las hojas y bajo el ancho cielo sin nubes. Las violetas eran para Nini, su vecina, una muchacha fresca y rosada que tenía los ojos muy azules.

Los versos eran para nosotros. Nosotros los leíamos y los aplaudíamos. Todos teníamos una alabanza para Garcín. Era un ingenuo que debía brillar. El tiempo vendría. Oh, el pájaro azul volaría muy alto. ¡Bravo! ¡bien! ¡Eh, mozo, más ajenjo!

* * *

Principios de Garcín:

De las flores, las lindas campánulas.

Entre las piedras preciosas, el zafiro. De las inmensidades, el cielo y el amor: es decir, las pupilas de Nini.

Y repetía el poeta: Creo que siempre es preferible la neurosis a la imbecilidad.

* * *

A veces Garcín estaba más triste que de costumbre.

Andaba por los bulevares; veía pasar indiferente los lujosos carruajes, los elegantes, las hermosas mujeres. Frente al escaparate de un joyero sonreía; pero cuando pasaba cerca de un almacén de libros, se llegaba a las vidrieras, husmeaba, y al ver las lujosas ediciones, se declaraba decididamente envidioso, arrugaba la frente; para desahogarse volvía el rostro hacia el cielo y suspiraba. Corría al café en busca de nosotros, conmovido, exaltado, casi llorando, pedía un vaso de ajenjo y nos decía:

-Sí, dentro de la jaula de mi cerebro está preso un pájaro azul que quiere su libertad…

* * *

Hubo algunos que llegaron a creer en un descalabro de razón.

Un alienista a quien se le dio noticias de lo que pasaba, calificó el caso como una monomanía especial. Sus estudios patológicos no dejaban lugar a duda.

Decididamente, el desgraciado Garcín estaba loco.

Un día recibió de su padre, un viejo provinciano de Normandía, comerciante en trapos, una carta que decía lo siguiente, poco más o menos:

“Sé tus locuras en París. Mientras permanezcas de ese modo, no tendrás de mí un solo sou. Ven a llevar los libros de mi almacén, y cuando hayas quemado, gandul, tus manuscritos de tonterías, tendrás mi dinero.”

Esta carta se leyó en el Café Plombier.

-¿Y te irás?

-¿No te irás?

-¿Aceptas?

-¿Desdeñas?

¡Bravo Garcín! Rompió la carta y soltando el trapo a la vena, improvisó unas cuantas estrofas, que acababan, si mal no recuerdo:

¡Sí, seré siempre un gandul,
lo cual aplaudo y celebro,
mientras sea mi cerebro
jaula del pájaro azul!

* * *

Desde entonces Garcín cambió de carácter. Se volvió charlador, se dio un baño de alegría, compró levita nueva, y comenzó un poema en tercetos titulados, pues es claro: El pájaro azul.

Cada noche se leía en nuestra tertulia algo nuevo de la obra. Aquello era excelente, sublime, disparatado.

Allí había un cielo muy hermoso, una campiña muy fresca, países brotados como por la magia del pincel de Corot, rostros de niños asomados entre flores; los ojos de Nini húmedos y grandes; y por añadidura, el buen Dios que envía volando, volando, sobre todo aquello, un pájaro azul que sin saber cómo ni cuándo anida dentro del cerebro del poeta, en donde queda aprisionado. Cuando el pájaro canta, se hacen versos alegres y rosados. Cuando el pájaro quiere volar abre las alas y se da contra las paredes del cráneo, se alzan los ojos al cielo, se arruga la frente y se bebe ajenjo con poca agua, fumando además, por remate, un cigarrillo de papel.

He ahí el poema.

Una noche llegó Garcín riendo mucho y, sin embargo, muy triste.

* * *

La bella vecina había sido conducida al cementerio.

-¡Una noticia! ¡una noticia! Canto último de mi poema. Nini ha muerto. Viene la primavera y Nini se va. Ahorro de violetas para la campiña. Ahora falta el epílogo del poema. Los editores no se dignan siquiera leer mis versos. Vosotros muy pronto tendréis que dispersaros. Ley del tiempo. El epílogo debe titularse así: “De cómo el pájaro azul alza el vuelo al cielo azul”.

* * *

¡Plena primavera! Los árboles florecidos, las nubes rosadas en el alba y pálidas por la tarde; el aire suave que mueve las hojas y hace aletear las cintas de los sombreros de paja con especial ruido! Garcín no ha ido al campo.

Hele ahí, viene con traje nuevo, a nuestro amado Café Plombier, pálido, con una sonrisa triste.

-¡Amigos míos, un abrazo! Abrazadme todos, así, fuerte; decidme adiós con todo el corazón, con toda el alma… El pájaro azul vuela.

Y el pobre Garcín lloró, nos estrechó, nos apretó las manos con todas sus fuerzas y se fue.

Todos dijimos: Garcín, el hijo pródigo, busca a su padre, el viejo normando. Musas, adiós; adiós, gracias. ¡Nuestro poeta se decide a medir trapos! ¡Eh! ¡Una copa por Garcín!

Pálidos, asustados, entristecidos, al día siguiente, todos los parroquianos del Café Plombier que metíamos tanta bulla en aquel cuartucho destartalado, nos hallábamos en la habitación de Garcín. Él estaba en su lecho, sobre las sábanas ensangrentadas, con el cráneo roto de un balazo. Sobre la almohada había fragmentos de masa cerebral. ¡Qué horrible!

Cuando, repuestos de la primera impresión, pudimos llorar ante el cadáver de nuestro amigo, encontramos que tenía consigo el famoso poema. En la última página había escritas estas palabras: Hoy, en plena primavera, dejó abierta la puerta de la jaula al pobre pájaro azul.

* * *

¡Ay, Garcín, cuántos llevan en el cerebro tu misma enfermedad!